miércoles, 16 de abril de 2014

PRENSA. "Shakespeare, el mayor inspirador". Javier Marías

   En "El País":

Shakespeare, el mayor inspirador

Fuente inagotable de fertilidad literaria, el dramaturgo y poeta inglés sigue siendo el escritor que corre más por las venas de los autores del presente

Un estímulo que alimentan novelas, películas o series de televisión

Aunque su nacimiento fue registrado el 26 de abril de 1564, habría nacido entre el 19 y el 25 del mismo mes

agustín sciammarella
Sé de numerosos escritores que leyeron a los más grandes en su temprana juventud —quizá cuando sólo eran lectores— y luego jamás vuelven a ellos. En parte lo entiendo: resulta desalentador, disuasorio, incluso deprimente, asomarse a las páginas más sublimes de la historia de la literatura. “Existiendo esto”, se dice uno (yo el primero), “¿qué sentido tiene que llene folios con mis tonterías? No sólo nunca alcanzaré estas alturas o esta profundidad, sino que en realidad es superfluo añadir ni una letra. Casi todo se ha dicho ya, y además de la mejor manera posible”. Hay escritores, por tanto, que para sobrevivir como tales y encontrar el ánimo para pasar meses o años ante el ordenador o la máquina, necesitan fingir que no han existidoShakespeare ni Cervantes ni Dante ni Proust, ni Faulkner ni Montaigne ni Conrad ni Hölderlin ni Flaubert ni James, ni Dickens ni Baudelaire ni Eliot ni Melville ni Rilke, ni muchos más seguramente. Lo último que se les ocurre es regresar a sus textos, al menos mientras trabajan, porque el pensamiento consecuente suele ser: “Mejor me quedo callado y no doy a las exhaustas imprentas otra obra más: ya hay demasiadas, y la mayoría están de sobra. Por cálculo de probabilidades, sin duda las mías también”. Para quienes estamos en activo la frecuentación de los clásicos puede ser más paralizante y esterilizadora que nuestros mayores pánicos e inseguridades, y créanme que, excepto los muy soberbios (los hay, los hay), no hay novelista ni poeta que no se vea asaltado por ellos, antes, durante y después de la escritura.
Su grandeza y misterio me invitan a escribir,
me espolean,
incluso me dan ideas
Quizá por esa extendida evitación sorprende un poco —quizá por eso se me haya solicitado esta pieza— que alguien como yo, todavía en activo y más o menos contemporáneo, esté en permanente contacto (sería presuntuosa la palabra “diálogo”) con el más intimidatorio de cuantos escritores han sido, Shakespeare, hasta el punto de incorporarlo a menudo a mis propios textos, en los que lo cito, lo comento, lo parafraseo; está presente en muchos de ellos. De hecho le debo tanto que seis títulos de libros míos son citas o “adaptaciones” de Shakespeare, y aún pueden ser siete si la novela que acabo de terminar conserva finalmente el provisional que la ronda. No es que desconozca esa admiración desalentadora, ese estupor disuasorio que producen los más grandes autores, al lado de los cuales uno siempre se siente un iluso o un fatuo. Vivimos en una época en la que el deslumbramiento por los vivos está casi descartado, porque está más vigente que nunca aquel viejo lema, creo que medieval: “Nadie es más que nadie”. Cada vez está más generalizada la negativa a reconocer la “superioridad” de nadie en ningún campo (salvo en el deportivo), y hoy sería poco imaginable la reacción del narrador de El malogrado, de Thomas Bernhard, quien abandona su carrera pianística al coincidir con Glenn Gould y darse cuenta de que, por competente que llegara a ser, jamás se aproximaría al talento y al virtuosismo del intérprete canadiense. Cualquier artista actual está obligado a suprimir —o a silenciar, al menos— la admiración por sus colegas vivos, más aun si son compatriotas suyos o escriben en la misma lengua. Incluso hemos llegado a un punto en el que, para sobrevivir, también hace falta desacreditar a los muertos —qué molestia son, qué incordio, cómo nos hacen sombra, cómo subrayan nuestras deficiencias y nuestra mediocridad—; o, si no tanto, hacer caso omiso de ellos y desde luego rehuirlos. No son escasos los literatos que hoy afirman no haber leído apenas —ya les trae cuenta— y tener como referencias únicas el cine, la televisión, los cómics o los videojuegos. El propio, posible talento con las palabras no se ve amenazado si uno ignora lo que otros lograron con ellas.
Supongo que, en este mundo temeroso y mezquino, mi actitud es anacrónica. Frecuento a Shakespeare porque para mí es una fuente de fertilidad, un autor estimulante. Lejos de desanimarme, su grandeza y su misterio me invitan a escribir, me espolean, incluso me dan ideas: las que él sólo esbozó y dejó de lado, las que se limitó a sugerir o a enunciar de pasada y decidió no desarrollar ni adentrarse en ellas. Las que no están expresas y uno debe “adivinar”. Por eso he hablado de misterio: Shakespeare, entre tantísimas otras, posee una característica extraña; al leérselo o escuchárselo, se lo comprende sin demasiadas dificultades, o el encantamiento en que nos envuelve nos obliga a seguir adelante. Pero si uno se detiene a mirar mejor, o a analizar frases que ha comprendido en primera instancia, se percata a menudo de que no siempre las entiende, de que resultan enigmáticas, de que contienen más de lo que dicen, o de que, además de decir lo que dicen, dejan flotando en el aire una niebla de sentidos y posibilidades, de resonancias y ecos, de ambigüedades y contradicciones; de que no se agotan ni se acaban en su propia formulación, ni por lo tanto en lo escrito.
En mis novelas he puesto ejemplos: “It is the cause, it is the cause, my soul” (“Es la causa, es la causa, alma mía”), así inicia Otelo su famoso monólogo antes de matar a Desdémona. El lector o el espectador leen o escuchan eso tranquilamente por enésima vez, lo comprenden. Y sin embargo, ¿qué demonios quiere decir? Porque Otelo no dice “She is the cause” ni “This is the cause” (“Ella es la causa” o “Esta es la causa”), que resultarían más claros y más fáciles de entender. O cuando a Macbeth le comunican la muerte de Lady Macbeth, murmura: “She should have died hereafter” (“Debería haber muerto más adelante”, más o menos). ¿Y eso qué significa —esa célebre frase—, cuando la situación es ya desesperada y el propio Macbeth morirá en seguida? También Lady Macbeth, tras empaparse las manos con la sangre del Rey Duncan que su marido ha asesinado, vuelve a este y le dice: “My hands are of your color; but I shame to wear a heart so white” (“Mis manos son de tu color; pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco”). No se sabe bien qué significa ahí “blanco”, si inocente y sin mácula, si pálido, asustado o cobarde. Por mucho que ella quiera compartir el sino de Macbeth, ensangrentándose las manos, lo cierto es que la asesina no ha sido ella, o sólo por inducción, instigación o persuasión. Su marido es el único que se ha manchado el corazón de veras.
Son ejemplos de los que me he valido en el pasado. Pero hay centenares más. (“¡Ojalá fuera tan grande como mi pesar, o más pequeño mi nombre! ¡Ojalá pudiera olvidar lo que he sido, o no recordar lo que ahora debo ser!”, dice Ricardo II en su hora peor). Las historias de Shakespeare rara vez son originales, rara vez de su invención. Es una prueba más de lo secundario de los argumentos y de la importancia del tratamiento. Es su verbo, es su estilo, el que abre brechas por las que otros nos podemos atrever a asomarnos. Señala sendas recónditas que él no exploró a fondo y por las que nos tienta a aventurarnos. Quizá por eso sigue siendo el clásico más vivo, al que se adapta y representa sin cesar; el que sobrevuela películas y series de televisión oceánicas como El señor de los anillos, Los Soprano, El padrino o Juego de tronos, o más superficialmente House of Cards. A él sí osamos volver. No sólo yo, desde luego, aunque en mi caso no haya la menor ocultación. Lo reconozcan o no otros autores, a los cuatrocientos cincuenta años de su nacimiento y a los trescientos noventa y ocho de su muerte, Shakespeare sigue siendo el que corre más por nuestras venas y el mayor inspirador de nuestros balbuceos.En mis novelas he puesto ejemplos: “It is the cause, it is the cause, my soul” (“Es la causa, es la causa, alma mía”), así inicia Otelo su famoso monólogo antes de matar a Desdémona. El lector o el espectador leen o escuchan eso tranquilamente por enésima vez, lo comprenden. Y sin embargo, ¿qué demonios quiere decir? Porque Otelo no dice “She is the cause” ni “This is the cause” (“Ella es la causa” o “Esta es la causa”), que resultarían más claros y más fáciles de entender. O cuando a Macbeth le comunican la muerte de Lady Macbeth, murmura: “She should have died hereafter” (“Debería haber muerto más adelante”, más o menos). ¿Y eso qué significa —esa célebre frase—, cuando la situación es ya desesperada y el propio Macbeth morirá en seguida? También Lady Macbeth, tras empaparse las manos con la sangre del Rey Duncan que su marido ha asesinado, vuelve a este y le dice: “My hands are of your color; but I shame to wear a heart so white” (“Mis manos son de tu color; pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco”). No se sabe bien qué significa ahí “blanco”, si inocente y sin mácula, si pálido, asustado o cobarde. Por mucho que ella quiera compartir el sino de Macbeth, ensangrentándose las manos, lo cierto es que la asesina no ha sido ella, o sólo por inducción, instigación o persuasión. Su marido es el único que se ha manchado el corazón de veras.

PRENSA. Sobre Shakespeare: "Notas para un ADN". Marcos Ordóñez

   En "El País":

Notas para un ADN

Shakespeare era un hombre de teatro, un hombre que encontró su lugar en una familia de cómicos

Aunque su nacimiento fue registrado el 26 de abril de 1564, habría nacido entre el 19 y el 25 del mismo mes

Simon Russell Beale (derecha), en la nueva producción de Sam Mendes de 'El Rey Lear' para el National Theatre de Londres.
“Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser”, dijo Borges sobre él en Everything and nothing. Shakespeare, esa esponja absoluta.
Sus ojos, sus orejas, su imaginación estaban siempre alerta. Absorbía todo, la vida de la calle, los conflictos religiosos y políticos, lo que se había escrito hacía varios siglos y lo que se estaba escribiendo en una taberna cercana. Como señaló Brook, sus obras se dirigían al público que buscaba entretenimiento, a los que anhelaban los alcoholes fieros de la emoción o la poesía, a los interesados en la psicología, la realidad social, la metafísica. En sus obras está todo eso al mismo tiempo. Entendía a los hombres y a las mujeres, a los jóvenes y a los viejos, a los reyes y a los mendigos. Entendía el amor y el odio en todas sus manifestaciones, bajo todas sus máscaras. Su panoplia de retratos cubre cualquier sentimiento humano. Y la naturaleza en todo su esplendor, las flores más humildes, huesos vueltos coral, grandes cataclismos. Una constante parece repetirse en la mayoría de sus obras: la fascinación por el poder y sus engranajes. Es el espejo más completo que podemos imaginar, porque refleja también lo que los personajes no se atreven a ver.
Escribía para sus actores. Escribía para la corte y escribía para el pueblo. El escenario desnudo le permitió una libertad absoluta, porque despertaba su imaginación y la del público. Parecía convencido (o así lo demostró) de que todo, absolutamente todo, podía llevarse al escenario: ahí queda, quizás irónico pero también desafiantemente real, el “Sale, perseguido por un oso” de Cuento de invierno. Saltos de tiempo y espacio, páramos del norte, grandes batallas, la antigua Roma, bosques habitados por la magia. Nadie igualó en el teatro su ambición narrativa ni la amplitud de su mirada.
Le benefició, como a todos los autores isabelinos, que los teatros se establecieran extramuros, en las llamadas liberties: la zona de las leproserías, los patíbulos, los burdeles, donde sus obras, lejos del poder municipal, podían jugar con el escándalo. En España, en cambio, los corrales solían estar en el centro de las ciudades; dependían de cofradías, Ayuntamientos, y, en última instancia, quedaban bajo la supervisión directa del poder real en la persona del Protector de los Hospitales, miembro del Consejo de Castilla. Quizás ese dato explique algunas diferencias. La diferencia última (también entre isabelinos, claro) es el puro genio.
Heredó una forma estricta, el pentámetro yámbico, y lo hizo resonar, vivo, humano, flexible. El pentámetro le marcó un ritmo, un patrón. Peter Hall señala que no escribía palabras sino líneas, y esas líneas marcan, sin indicaciones expresas, cómo el actor ha de decirlas, cómo ha de respirarlas, dónde están las pausas, dónde los galopes. Sus obras son partituras extraordinarias, concebidas para la interpretación. Demuestran, por si hiciera falta, que WS era un hombre de teatro, un hombre que encontró su lugar en una familia de cómicos y para ellos escribió poesía dramática. Lo teatral es su esencia, desde la noción central, tan cara al barroco, de que el mundo es un escenario, hasta esos personajes que representan un papel conscientemente: Hamlet, Yago, Ricardo III.
Como se dice de los mejores toreros, era un “completo”: dominaba todas las suertes. Su originalidad no reside en sus tramas, la mayoría de las cuales procedían de textos ajenos o crónicas históricas: quizás sus dos únicas historias “originales” sean La tempestad y El sueño de una noche de verano. Lo original era lo que hacía con ese material ajeno. Su estilo, su reescritura. Su virtuosismo lingüístico, su imaginación. La amplitud de su arco tonal. Su gusto por el detalle. Su forma de pasar de lo épico a lo íntimo en la misma escena. De escribir comedias terriblemente melancólicas. O tragedias sin lección moral clara, salvo que nosotros somos los responsables de nuestro destino, que no es poca enseñanza. O de reflejar, en todas sus obras históricas, la tensión fundamental entre vidas privadas y acontecimientos públicos. En la etapa final de su vida reelabora viejos (¿o eternos?) temas y ensaya una nueva forma, el romance escénico, en el que cabe todo: comedia, tragedia, magia, leyenda, melodrama, pastoral, relato fantástico. Parecía reinventar el teatro a cada nueva obra.
La noción de realidad es muy poderosa en Shakespeare. La sensación de que los personajes son reales (sufren, ríen, comen, sangran) es absoluta. Puede hacernos volar muy alto con su poesía, pero nunca pierde de vista la toma de tierra. Hay un naturalismo muy profundo en las acciones. Y también, claro, en el lenguaje. No me imagino a otro autor de su época haciéndole decir a Lear en su agonía, en mitad de una tirada poética, la frase “Por favor, desabróchame este botón”. Y, por otra parte, sus grandes personajes son inabordables: hay un misterio que siempre se escapa, siempre se escapará. No hay forma de apurar a Hamlet, Lear, Yago, Falstaff. Ni de encerrar en una definición a Rosalinda, Hermione, Cleopatra, Isabella, Viola, Beatrice. O a Ricardo II, esa gran reina.
Nunca sabremos lo que pensaba porque su teatro no toma partido: muestra. Como si nos dijera: “Esto es así, pero también puede ser de esta otra forma: como gustéis”. Para unos será conservador, para otros revolucionario. O ambas cosas. En sus textos orden y caos giran en una eterna rueda, al igual que el amor y su locura. Como bien dijo Richard Eyre, “lo que Shakespeare creía es la suma de sus obras, y no entender eso es no entender la naturaleza de todo dramaturgo”.