EL JUGADOR (Fragmentos)
FINAL DEL CAPÍTULO I.
Polina rompió a reír.
-La última vez, en el Schlangenberg, dijo usted que a la
primera palabra mía estaba dispuesto a tirarse de cabeza desde allí, desde una
altura, según parece, de mil pies. Alguna vez pronunciaré esa palabra, aunque
sólo sea para ver cómo paga usted lo que se pida, y puede estar seguro de que
seré inflexible. Me es usted odioso, justamente porque le he permitido tantas
cosas, y más odioso aún porque le necesito. Pero mientras le necesite, tendré
que ponerle a buen recaudo.
Se dispuso a levantarse.
Hablaba con irritación. Últimamente, cada vez que hablaba conmigo, terminaba el
coloquio en una nota de enojo y furia, de verdadera furia.
-Permítame preguntarle: ¿qué
clase de persona es mademoiselle Blanche? -dije, deseando que no se fuera sin
una explicación.
-Usted mismo sabe qué clase de
persona es mademoiselle Blanche. No hay por qué añadir nada a lo que se sabe
hace tiempo. Mademoiselle Blanche será probablemente esposa del general, es
decir, si se confirman los rumores sobre la muerte de la abuela, porque
mademoiselle Blanche, lo mismo que su madre y que su primo el marqués, saben
muy bien que estamos arruinados.
-¿Y el general está
perdidamente enamorado?
-No se trata de eso ahora.
Escuche y tenga presente lo que le digo: tome estos setecientos florines y vaya
a jugar; gáneme cuanto pueda a la ruleta; necesito ahora dinero de la forma que
sea.
Dicho esto, llamó a Nadyenka y
se encaminó al Casino, donde se reunió con el resto de nuestro grupo. Yo,
pensativo y perplejo, tomé por la primera vereda que vi a la izquierda. La
orden de jugar a la ruleta me produjo el efecto de un mazazo en la cabeza. Cosa
rara, tenía bastante de qué preocuparme y, sin embargo, aquí estaba ahora,
metido a analizar mis sentimientos hacia Polina. Cierto era que me había
sentido mejor durante estos quince días de ausencia que ahora, en el día de mi
regreso, aunque todavía en el camino desatinaba como un loco, respingaba como
un azogado, y a veces hasta en sueños la veía. Una vez (esto pasó en Suiza), me
dormí en el vagón y, por lo visto, empecé a hablar con Polina en voz alta,
dando mucho que reír a mis compañeros de viaje. Y ahora, una vez más, me hice
la pregunta: ¿la quiero?
Y una vez más no supe qué
contestar; o, mejor dicho, una vez más, por centésima vez, me contesté que la
odiaba. Sí, me era odiosa. Había momentos (cabalmente cada vez que terminábamos
una conversación) en que hubiera dado media vida por estrangularla. Juro que si
hubiera sido posible hundirle un cuchillo bien afilado en el seno, creo que lo
hubiera hecho con placer. Y, no obstante, juro por lo más sagrado que si en el
Schlangenberg, en esa cumbre tan a la moda, me hubiera dicho efectivamente:
«¡Tírese!», me hubiera tirado en el acto, y hasta con gusto. Yo lo sabía. De
una manera u otra había que resolver aquello. Ella, por su parte, lo comprendía
perfectamente, y sólo el pensar que yo me daba cuenta justa y cabal de su
inaccesibilidad para mí, de la imposibilidad de convertir mis fantasías en
realidades, sólo el pensarlo, estaba seguro, le producía extraordinario
deleite; de lo contrario, ¿cómo podría, tan discreta e inteligente como es,
permitirse tales intimidades y revelaciones conmigo? Se me antoja que hasta
entonces me había mirado como aquella emperatriz de la antigüedad que se
desnudaba en presencia de un esclavo suyo, considerando que no era hombre. Sí,
muchas veces me consideraba como sí no fuese hombre...
Pero, en fin, había recibido
su encargo: ganar a la ruleta de la manera que fuese. No tenía tiempo para
pensar con qué fin y con cuánta rapidez era menester ganar y qué nuevas
combinaciones surgían en aquella cabeza siempre entregada al cálculo. Además,
en los últimos quince días habían entrado en juego nuevos factores, de los
cuales aún no tenía idea. Era preciso averiguar todo ello, adentrarse en muchas
cuestiones y cuanto antes mejor. Pero de momento no había tiempo. Tenía que ir
a la ruleta.
CAPÍTULO V.
-Me es igual -proseguí-. Sepa que hay peligro en que nos
paseemos juntos; más de una vez he sentido el deseo irresistible de golpearla,
de desfigurarla, de estrangularla. ¿Y cree usted que las cosas no llegarán a
ese extremo? Usted me lleva hasta el arrebato. ¿Cree que temo el escándalo? ¿El
enojo de usted? ¿Y a mí qué me importa su enojo? Yo la quiero sin esperanza y
sé que después de esto la querré mil veces más. Si algún día la mato tendré que
matarme yo también (ahora bien, retrasaré el matarme lo más posible para sentir
el dolor intolerable de no tenerla). ¿Sabe usted una cosa increíble? Que con
cada día que pasa la quiero a usted más, lo que es casi imposible. Y después de
esto, ¿cómo puedo dejar de ser fatalista? Recuerde que anteayer, provocado por
usted, le dije en el Schlangenberg que con sólo pronunciar usted una palabra me
arrojaría al abismo. Si la hubiera pronunciado me habría lanzado. ¿No cree
usted que lo hubiera hecho?
-¡Qué cháchara tan estúpida!
-exclamó.
-Me da igual que sea estúpida
o juiciosa -respondí-. Lo que sé es que en presencia de usted necesito hablar,
hablar, hablar... y hablo. Ante usted pierdo por completo el amor propio y todo
me da lo mismo.
. -¿Y con qué razón le
mandaría tirarse desde el Schlangenberg? Eso para mí no tendría ninguna
utilidad.
-¡Magnífico! -exclamé-. De
propósito, para aplastarme, ha usado usted esa magnífica expresión «ninguna
utilidad». Para mí es usted transparente. ¿Dice que «ninguna utilidad»? La
satisfacción es siempre útil; y el poder feroz sin cortapisas, aunque sea sólo
sobre una mosca, es también una forma especial de placer. El ser humano es
déspota por naturaleza y muy aficionado a ser verdugo. Usted lo es en alto
grado.
CAPÍTULO VI.
Han pasado ya veinticuatro horas desde ese día estúpido,
¡y cuánto jaleo, escándalo, bulle-bulle y aspaviento! ¡Qué confusión, qué
embrollo, qué necedad, qué ordinariez ha habido en esto, de todo lo cual he
sido yo la causa! A veces, sin embargo, me parece cosa de risa, a mí por lo
menos. No consigo explicarme lo que me sucedió: ¿estaba, en efecto, fuera de mí
o simplemente me salí un momento del carril y me porté como un patán merecedor
de que lo aten? A veces me parece que estoy ido de la cabeza, pero otras creo
que soy un chicuelo no muy lejos todavía del banco de la escuela, y que lo que
hago son sólo burdas chiquilladas de escolar.
Ha sido Polina, todo ello ha
sido obra de Polina. Sin ella no hubiera habido esas travesuras. ¡Quién sabe!
Acaso lo hice por desesperación (por muy necio que parezca suponerlo). No
comprendo, no comprendo en qué consiste su atractivo. En cuanto a hermosa, lo
es, debe de serlo, porque vuelve locos a otros hombres. (…)
Por otra parte, yo en
realidad no quería enfurecer al general; pero sí quería enfurecer a Polina.
Polina me había tratado tan cruelmente, me había puesto en situación tan
estúpida que quería obligarla a que me pidiera ella misma que cesara en mis
actos. Mis travesuras Podían llegar a comprometerla, sin contar que en mí iban
surgiendo otras emociones y apetencias; porque si ante ella me veo reducido
voluntariamente a la nada, eso no significa que sea un «gallina» ante otras
gentes, ni por supuesto que pueda el barón «darme de bastonazos». Lo que yo
deseaba era reírme de todos ellos y salir victorioso en este asunto. ¡Que
mirasen bien! Quizá ella se asustaría y me llamaría de nuevo. Y si no lo hacía,
vería de todos modos que no soy un «gallina».
CAPÍTULO XIII.
Ha pasado ya casi un mes desde que toqué por última vez
estos apuntes míos que comencé bajo el efecto de impresiones tan fuertes como
confusas. La catástrofe, cuya inminencia presentía, se produjo efectivamente,
pero cien veces más devastadora e inesperada de lo que había pensado. En todo
ello había algo extraño, ruin y hasta trágico, por lo menos en lo que a mí
atañía. Me ocurrieron algunos lances casi milagrosos, o así los he considerado
desde entonces, aunque bien mirado y, sobre todo, a juzgar por el remolino de
sucesos a que me vi arrastrado entonces, quizá ahora quepa decir solamente que
no fueron del todo ordinarios. Para mí, sin embargo, lo más prodigioso fue mi
propia actitud ante estas peripecias. ¡Hasta ahora no he logrado comprenderme a
mí mismo! Todo ello pasó flotando como un sueño, incluso mi pasión, que fue
pujante y sincera, pero... ¿qué ha sido ahora de ella? Es verdad que de vez en
cuando cruza por mi mente la pregunta: «¿No estaba loco entonces? ¿No pasé todo
ese tiempo en algún manicomio, donde quizá todavía estoy, hasta tal punto que
todo eso me pareció que pasaba y aun ahora sólo me parece que pasó?».
He recogido mis cuartillas y
he vuelto a leerlas (¿quién sabe si las escribí sólo para convencerme de que no
estaba en una casa de orates?). Ahora me hallo enteramente solo. Llega el
otoño, amarillean las hojas. Estoy en este triste poblacho (¡oh, qué tristes
son los poblachos alemanes!), y en lugar de pensar en lo que debo hacer en
adelante, vivo influido por mis recientes sensaciones, por mis recuerdos aún
frescos, por esa tolvanera aún no lejana que me arrebató en su giro y de la
cual acabé por salir despedido. -A veces se me antoja que todavía sigo dando
vueltas en el torbellino, y que en cualquier momento la tormenta volverá a
cruzar rauda, arrastrándome consigo, que perderé una vez más toda noción de
orden, de medida, y que seguiré dando vueltas y vueltas y vueltas...
Pero pudiera echar raíces en
algún sitio y dejar de dar vueltas si, dentro de lo posible, consigo explicarme
cabalmente lo ocurrido este mes. Una vez más me atrae la pluma, amén de que a
veces no tengo otra cosa que hacer durante las veladas. ¡Cosa rara! Para
ocuparme en algo, saco prestadas de la mísera biblioteca de aquí las novelas de
Paul de Kock (¡en traducción alemana!), que casi no puedo aguantar, pero las
leo y me maravillo de mí mismo: es como si temiera destruir con un libro serio
o con cualquier otra ocupación digna el encanto de lo que acaba de pasar. Se
diría que este sueño repulsivo, con las impresiones que ha traído consigo, me
es tan amable que no permito que nada nuevo lo roce por temor a que se disipe
en humo. ¿Me es tan querido todo esto? Sí, sin duda lo es. Quizá lo recordaré
todavía dentro de cuarenta años...
Así, pues, me pongo a
escribir. Sin embargo, todo ello se puede contar ahora parcial y brevemente: no
se puede, en absoluto, decir lo mismo de las impresiones... (…)
Yo, naturalmente, había evitado hablar con ella y no la
había visto (apenas) desde mi aventura con los Burmerhelm. Cierto es que a
veces me había mostrado petulante y bufonesco, pero a medida que pasaba el
tiempo sentía rebullir en mí verdadera indignación. Aunque no me tuviera ni
pizca de cariño, me parecía que no debía pisotear así mis sentimientos ni
recibir con tanto despego mis confesiones. Ella bien sabía que la amaba de
verdad, y me toleraba y consentía que le hablara de mi amor. Cierto es que ello
había surgido entre nosotros de modo extraño. Desde hacía ya bastante tiempo,
cosa de dos meses a decir verdad, había comenzado yo a notar que quería hacerme
su amigo, su confidente, y que hasta cierto punto lo había intentado; pero
dicho propósito, no sé por qué motivo, no cuajó entonces; y en su lugar habían
surgido las extrañas relaciones que ahora teníamos, lo que me llevó a hablar
con ella como ahora lo hacía. Pero si le repugnaba mi amor, ¿por qué no me
prohibía sencillamente que hablase de él?
No me lo prohibía; hasta ella
misma me incitaba alguna vez a hablar y .... claro, lo hacía en broma. Sé de
cierto -lo he notado bien- que, después de haberme escuchado hasta el fin y
soliviantado hasta el colmo, le gustaba desconcertarme con alguna expresión de
suprema indiferencia y desdén. Y, no obstante, sabía que no podía vivir sin
ella. Habían pasado ya tres días desde el incidente con el barón y yo ya no
podía soportar nuestra separación. Cuando poco antes la encontré en el Casino,
me empezó a martillar el corazón de tal modo que perdí el color. ¡Pero es que
ella tampoco podía vivir sin mí! Me necesitaba y, ¿pero es posible que sólo
como bufón o hazmerreír?
Tenía un secreto, ello era
evidente. Su conversación con la abuela fue para mí una dolorosa punzada en el
corazón. Mil veces la había instado a ser sincera conmigo y sabía que estaba de
veras dispuesto a dar la vida por ella; y, sin embargo, siempre me tenía a
raya, casi con desprecio, y en lugar del sacrificio de mi vida que le ofrecía
me exigía una travesura como la de tres días antes con el barón. ¿No era esto
una ignominia? ¿Era posible que todo el mundo fuese para ella ese francés? ¿Y
míster Astley? Pero al llegar a este punto, el asunto se volvía absolutamente
incomprensible, y mientras tanto... ¡ay, Dios, qué sufrimiento el mío!
Cuando llegué a casa, en un
acceso de furia cogí la pluma y le garrapateé estos renglones:
«Polina Aleksandrovna, veo
claro que ha llegado el desenlace, que, por supuesto, la afectará a usted
también. Repito por última vez: ¿necesita usted mi vida o no? Si la necesita,
para lo que sea, disponga de ella. Mientras tanto esperaré en mi habitación, al
menos la mayor parte del tiempo, y no iré a ninguna parte. Si es necesario,
escríbame o llámeme.»
CAPÍTULO XIV.
Sí, a veces la idea más
delirante, la que parece más imposible, se le clava a uno en la cabeza con tal
fuerza que acaba por juzgarla realizable... Más aún, si esa idea va unida a un
deseo fuerte y apasionado acaba uno por considerarla a veces como algo fatal,
necesario, predestinado, como algo que es imposible que no sea, que no ocurra.
Quizá haya en ello más: una cierta combinación de presentimientos, un cierto
esfuerzo inhabitual de la voluntad, un autoenvenenamiento de la propia
fantasía, o quizá otra cosa... no sé. Pero esa noche (que en mi vida olvidaré)
me sucedió una maravillosa aventura. Aunque puede ser justificada por la
aritmética, lo cierto es que para mí sigue siendo todavía milagrosa. ¿Y por
qué, por qué se arraigó en mí tan honda y fuertemente esa convicción y sigue
arraigada hasta el día de hoy? Cierto es que ya he reflexionado sobre esto
-repito-, no cómo sobre un caso entre otros (y, por lo tanto, que puede no
ocurrir entre otros), sino como sobre algo que tenía que producirse
irremediablemente. (…)
Ahora bien, no sé por qué extraño capricho, cuando noté
que el rojo había salido siete veces seguidas, continué apostando a él. Estoy
convencido de que en ello terció un tanto el amor propio: quería asombrar a los
mirones con mi arrojo insensato y -¡oh, extraño sentimiento!- recuerdo con toda
claridad que, efectivamente, sin provocación alguna de mi orgullo, me sentí de
repente arrebatado por una terrible apetencia de riesgo. Quizá después de
experimentar tantas sensaciones, mi espíritu no estaba todavía saciado, sino
sólo azuzado por ellas, y exigía todavía más sensaciones, cada vez más fuertes,
hasta el agotamiento final. Y, de veras que no miento: si las reglas del juego
me hubieran permitido apostar cincuenta mil florines de una vez, los hubiera
apostado seguramente. En torno mío gritaban que esto era insensato, que el rojo
había salido por decimocuarta vez.
-Monsieur a gagné déjà cent
mille florins -dijo una voz junto a mí.
De pronto volví en mí. ¿Cómo?
¡Había ganado esa noche cien mil florines! ¿Qué más necesitaba? Me arrojé sobre
los billetes, los metí a puñados en los bolsillos, sin contarlos, recogí todo
el oro, todos los fajos de billetes, y salí corriendo del casino. En torno mío
la gente reía al verme atravesar las salas con los bolsillos abultados y al ver
los trompicones que me hacía dar el peso del oro. Creo que pesaba bastante más
de veinte libras. Varias manos se alargaron hacia mí. Yo repartía cuanto podía
coger, a puñados. Dos judíos me detuvieron a la salida.
-¡Es usted audaz! ¡Muy audaz!
-me dijeron-, pero márchese sin falta mañana por la mañana, lo más temprano
posible; de lo contrario lo perderá todo, pero todo...
No les hice caso. La avenida
estaba oscura, tanto que me era imposible distinguir mis propias manos. Había
media versta hasta el hotel. Nunca he tenido miedo a los ladrones ni a los
atracadores, ni siquiera cuando era pequeño. Tampoco pensaba ahora en ellos. A
decir verdad, no recuerdo en qué iba pensando durante el camino; tenía la
cabeza vacía de pensamientos. Sólo sentía un enorme deleite: éxito, victoria,
poderío, no sé cómo expresarlo. Pasó ante mí también la imagen de Polina.
Recordé y me di plena cuenta de que iba a su encuentro, de que pronto estaría con
ella, de que le contaría, le mostraría .... pero apenas recordaba ya lo que me
había dicho poco antes, ni por qué yo había salido; todas esas sensaciones
recientes, de hora y media antes, me parecían ahora algo sucedido tiempo atrás,
algo superado, vetusto, algo que ya no recordaríamos, porque ahora todo
empezaría de nuevo. Cuando ya llegaba casi al final de la avenida me sentí de
pronto sobrecogido de espanto: «¿Y si ahora me mataran y robaran?». Con cada
paso mi temor se redoblaba. Iba corriendo. Pero al final de la avenida surgió
de pronto nuestro hotel, rutilante de luces innumerables. ¡Gracias a Dios,
estaba en casa!
Subí corriendo a mi piso y
abrí de golpe la puerta. Polina estaba allí, sentada en el sofá y cruzada de
brazos ante una bujía encendida. Me miró con asombro y, por supuesto, mi
aspecto debía de ser bastante extraño en ese momento. Me planté frente a ella y
empecé a arrojar sobre la mesa todo mi montón de dinero.
CAPÍTULO XV
De pronto se apartó de la ventana, se acercó a la mesa y,
mirándome con una expresión de odio infinito con los labios temblorosos de
furia, me dijo:
-¡Bien, ahora dame mis cincuenta mil francos!
-Polina, ¿otra vez? ¿otra vez?
-empecé a decir.
-¿O es que lo has pensado
mejor? ¡ja, ja, ja! ¿Quizá ahora te arrepientes?
En la mesa había veinticinco
mil florines contados ya la noche antes. Los tomé y se los di.
-¿Con que ahora son míos? ¿No
es eso, no es eso? -me preguntó aviesamente con el dinero en las manos.
-¡Siempre fueron tuyos! -dije
yo.
-¡Pues ahí tienes tus
cincuenta mil francos! -levantó el brazo y me los tiró. El paquete me dio un
golpe cruel en la cara y el dinero se desparramó por el suelo. Hecho esto,
Polina salió corriendo del cuarto.
Sé, claro, que en ese momento
no estaba en su juicio, aunque no comprendo esa perturbación temporal. Cierto
es que aun hoy día, un mes después, sigue enferma. ¿Pero cuál fue la causa de
ese estado suyo y, sobre todo, de esa salida? ¿El amor propio lastimado? ¿La
desesperación por haber decidido venir a verme? ¿Acaso di muestra de jactarme
de mi buena fortuna, de que, al igual que Des Grieux, quería desembarazarme de
ella regalándole cincuenta mil francos? Pero no fue así; lo sé por mi propia
conciencia. Pienso que su propia vanidad tuvo parte de la culpa; su vanidad la
incitó a no creerme, a injuriarme, aunque quizá sólo tuviera una idea vaga de
ello. En tal caso, por supuesto, yo pagué por Des Grieux y resulté responsable,
aunque quizá no en demasía. Es verdad que era sólo un delirio; también es
verdad que yo sabía que se hallaba en estado delirante, y .. no lo tomé en
cuenta.
Acaso no me lo pueda perdonar
ahora. Sí, ahora, pero entonces?, ¿y entonces? ¿Es que su enfermedad y delirio
eran tan graves que había olvidado por completo lo que hacía cuando vino a
verme con la carta de Des Grieux? ¡Claro que sabía lo que hacía!
CAPÍTULO XVII
Ah, esa noche en que llegué a
la mesa de juego con mis setenta gulden fue también notable. Empecé con diez
gulden, una vez más enpasse. Perdí. Me quedaban sesenta gulden en plata;
reflexioné y me decidí por el zéro. Comencé a apuntar al zéro cinco gulden por
puesta, y a la tercera salió de pronto el zéro; casi desfallecí de gozo cuando
me entregaron ciento setenta y cinco gulden. No había sentido tal alegría ni
siquiera aquella vez que gané cien mil gulden; seguidamente aposté cien gulden
al rojo, y salió; los doscientos al rojo, y salió; los cuatrocientos al negro,
y salió; los ochocientos al manque, y salió; contando lo anterior hacía un
total de mil setecientos gulden, ¡y en menos de cinco minutos! Sí, en tales
momentos se olvidan todos los fracasos anteriores. Porque conseguí esto
arriesgando más que la vida; me atreví a arriesgar... y me pude contar de nuevo
entre los hombres. (…)
¡No, no tiene razón! Si bien yo me mostré áspero y
estúpido con respecto a Polina y Des Grieux, él se mostró áspero y estúpido con
respecto a los rusos. De mí mismo no digo nada. Sin embargo.... sin embargo, no
se trata de eso ahora. ¡Todo eso son palabras, palabras y palabras, y lo que
hace falta son hechos! ¡Ahora lo importante es Suiza! Mañana... ¡oh, si fuera
posible irse de aquí mañana! Regenerarse, resucitar. Hay que demostrarles...
Que Polina sepa que todavía puedo ser un hombre. Basta sólo con ... ahora,
claro, es tarde, pero mañana... ¡Oh tengo un presentimiento, y no puede ser de
otro modo! Tengo ahora quince luises y empecé con quince gulden. Si comenzara
con cautela... ¡pero de veras, de verás que soy un chicuelo! ¿De veras que no
me doy cuenta de que estoy perdido? Pero... ¿por qué no puedo volver a la vida?
Sí, basta sólo con ser prudente y perseverante, aunque sólo sea una vez en la
vida... y eso es todo. Basta sólo con mantenerse firme una sola vez en la vida y
en una hora puedo cambiar todo mi destino. Firmeza de carácter, eso es lo
importante. Recordar sólo lo que me ocurrió hace siete meses en Roulettenburg,
antes de mis pérdidas definitivas en el juego. ¡Ah, ése fue un ejemplo notable
de firmeza: lo perdí todo entonces, todo... salí del casino, me registré los
bolsillos, y en el del chaleco me quedaba todavía un gulden: «¡Ah. al menos me
queda con qué comer! », pensé, pero cien pasos más adelante cambié de parecer y
volví al casino. Aposté ese gulden a manque (esa vez fue a manque) y, es
cierto, hay algo especial en esa sensación, cuando está uno solo, en el
extranjero, lejos de su patria, de sus amigos, sin saber si va a comer ese día,
y apuesta su último gulden, así como suena, el último de todos. Gané y al cabo
de veinte minutos salí del casino con ciento setenta gulden en el bolsillo.
¡Así sucedió, sí! ¡Eso es lo que a veces puede significar el último gulden! ¿Y
qué hubiera sido de mí si me hubiera acobardado entonces, si no me hubiera
atrevido a tomar una decisión?
¡Mañana, mañana acabará todo!
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