miércoles, 7 de octubre de 2009

NARRATIVA. "Werther", de Goethe (1)


WERTHER

He reunido con cautela todo lo que he podido acerca del sufrido Werther y aquí se los ofrezco, pues sé que me lo agradecerán; no podrán negar su admiración y simpatía por su espíritu y su carácter, ni dejarán de liberar algunas lágrimas por su triste suerte.

¡Y tú, alma sensible y piadosa, oprimida y afligida por iguales quebrantos, aprende a consolarte en sus padecimientos! Si el destino o tus errores no te permiten tener cerca a un amigo, que este libro pueda suplir su ausencia.

Libro Primero



4 de mayo de 1771


¡Cuánto me alegro de haber marchado! ¿Qué es, amigo mío, el corazón del hombre? ¡Dejarte, cuando tanto te amaba, cuando era tu inseparable, y hallarme bien! Sé que me perdonas. ¿No estaban preparadas por el destino esas otras amistades para atormentar mi corazón? ¡Pobre Leonor! Pero no fue mi culpa. ¿Podía pensar que mientras las graciosas travesuras de su hermana me divertían, se encendía en su pecho tan terrible pasión? Sin embargo, ¿soy inocente del todo? ¿No fomenté y entretuve sus sentimientos? ¿No me complacía en sus naturalísimos arranques que nos hacían reír a menudo por poco dignos de risa que fueran? ¿No he sido…?
¿Pero qué es el hombre para quejarse de sí? Quiero y te lo prometo, amigo mío, enmendar mi falta; no volveré, como hasta ahora, a exprimir las heces de las amarguras del destino; voy a gozar de lo actual y lo pasado como si no existiera. En verdad tienes mucha razón, querido amigo; los hombres sentirían menos sus trastornos (Dios sabrá por qué lo hizo así) de no ocupar su imaginación con tanta frecuencia y con tal esmero en recordar los males pasados, en vez de en hacer soportable lo presente.
Te ruego digas a mi madre que no olvido sus encargos y que en breve te hablaré de ellos. He visto a mi tía, esa mujer que goza de tan mala reputación en casa, y está muy lejos de merecerme mal concepto: es vivaracha y apasionada, tal vez, pero de estupendo corazón. Le expliqué todo lo relacionado con la retención de la parte de herencia de mi madre y ella me explicó las razones que tenía para actuar así, me dijo las condiciones por las que estaba dispuesta a entregarme no sólo lo que se le pide, sino más. En fin, por hoy no me extenderé en este tema; dile a mi madre que todo estará bien. Estoy convencido de que la negligencia y las discusiones producen en este mundo más daños y trastornos que la malicia y la maldad. Por lo menos, éstas no abundan tanto.
Estoy aquí en la gloria. La soledad en este país encantador es el bálsamo perfecto para mi corazón, tan dado a las emociones fuertes; y la estación del momento, en la que todo se renueva y rejuvenece, derrama sobre él un suave calor. Cada árbol, cada seto, es un ramillete de flores; le dan a uno ganas de volverse abejorro o mariposa para sumergirse en el mar de perfume y respirar el aromático alimento.
La ciudad en sí es desagradable, pero en sus cercanías, en cambio, la naturaleza hace gala y ostentación de bellezas inefables. Esto fue lo que movió al difunto conde de M*** a plantar un jardín en uno de estos oteros que con gran variedad forman los valles más deliciosos. El jardín es muy sencillo y, en cuanto se entra en él, se nota que no se trazó por una mano de hábil jardinero, sino por un corazón sensible que quería deleitarse. Mucho he llorado al recordarle en las ruinas de un pabellón que era su retiro predilecto y que también se ha hecho el mío. Pronto será el dueño del jardín; estoy aquí desde hace pocos días y el jardinero siempre se muestra muy atento y afectuoso conmigo. No lo perderá.


10 de mayo


Semejante a una de esas suaves mañanas de primavera que dilatan mi corazón, priva en mi espíritu una gran serenidad. Estoy solo y gozo y me regocijo de vivir en estos sitios, creados para almas como yo.
Me siento tan feliz, amigo mío, estoy tan absorto en el sentimiento de una plácida vida, que hasta mi talento resiente su efecto. Mi pincel y mi lápiz no podrían trazar hoy la menor línea, dibujar el menor rasgo, y no obstante, jamás me he sentido tan gran pintor como hoy.
Cuando los vapores de mi querido valle suben hasta mí y me rodean, y el sol en la cima lanza sus abrasadores rayos sobre las puntas del bosque oscuro e impenetrable, y tan sólo algún dardo de fuego puede penetrar en el santuario, tendido cerca de la cascada del arroyo, sobre el menudo y espeso césped, descubro otras mil hierbas desconocidas; cuando mi corazón siente más cerca ese numeroso y diminuto mundo que vive y se desliza entre las plantas, ese hormigueo de seres, de gusanos e insectos de especies tan diversas de formas y colores, siento la presencia del todopoderoso que nos creó a su imagen, y el hálito del amor divino que nos sostiene, flotando en un océano de eternas delicias.
¡Oh, amigo! Cuando ante mis ojos aparece lo infinito sintiendo el mundo reposar a mi alrededor, y tengo en mi corazón el cielo, como la imagen de una mujer querida, dando un gran suspiro, exclamo: “¡Ah, si pudieras expresar, estampar con un soplo sobre el papel lo que vive en ti con vida tan poderosa y tan ardiente; si tu obra pudiera reflejar tu alma, como ésta es el espejo de un Dios infinito…”. Pero, ¡ay, querido amigo! Me pierdo, me extravío y sucumbo bajo la imponente majestuosidad de esta visión.


12 de mayo


No sé si por estos lugares se pasean hechiceros espíritus o si un delirio del cielo llena mi pecho, porque todo lo que me rodea me parece un paraíso. A la entrada de la ciudad hay una fuente… una fuente a la que me encuentro adherido, como por encanto, igual que Melusina y sus hermanas. A la falda de una pequeña colina, se puede ver una bóveda; se bajan 20 escalones y se ve saltar el agua más pura y transparente de los peñascos de mármol. La pequeña pared que forma su recinto, los árboles, que techan con su sombra la frescura del lugar, todo esto tiene un no sé qué atractivo y desconsolador al mismo tiempo; y no pasa un día que deje de descansar ahí una hora. Las mozas vienen a buscar agua; ocupación inocente y pacífica, que no desdeñaban en otros tiempos las hijas de los reyes. Cuando ahí estoy sentado recuerdo una vida patriarcal; rememoro que nuestros antepasados a la vera de la fuente creaban sus relaciones; que ahí era adonde iban a hablarles de amor; que alrededor de las claras fuentes revoloteaban y jugueteaban incesantes mil genios bienhechores.
¡Oh! Si hay alguien incapaz de sentir aquí lo que yo siento, es que no ha probado el placer de la suave frescura de una fuente, después de una larga jornada por un camino árido y vacío, bajo los ardientes rayos de un sol que quema.


13 de mayo


Preguntas si debes mandarme los libros. ¡En nombre del cielo, mi buen amigo, te suplico que no permitas que se acerquen a mí! No quiero ya ser guiado, animado, inflamado; este corazón arde ya bastante por sí mismo; lo que más necesito son cantos que me adormezcan, que me arrullen y en mi Homero rebosan.
¡Cuántas veces he tenido que calmar mi sangre, lista a enardecerse e inflamarse! No es posible que hayas visto algo tan desigual, tan inquieto como este corazón; pero, ¿tengo necesidad de decírtelo, a ti, mi amigo, que has sufrido tantas veces al verme pasar, a menudo, de una negra preocupación a una loca extravagancia; de una dulce melancolía al ardor de una pasión? Así gobierno a mi pobre corazón como trataría un niño; le dejo pasar todos sus caprichos. No vayas a repetirlo, que hay quienes harían un crimen de esto.


15 de mayo


Las buenas gentes de la localidad me van conociendo y me quieren, sobre todo los niños. Al principio, cuando me acercaba a ellos y les hacía algunas preguntas con cariño, imaginaban que quería burlarme y me contestaban con brusquedad, casi brutalmente.
No me enojaba por eso, pero no dejé de sentir vivamente la verdad de una observación que antes había hecho: que ciertas personas de alta sociedad se apartaban de sus inferiores, como si el acercarse a ellos o dejar que se les acercaran debiera robarles la dignidad; y algunos casquivanos o majaderos se divierten y complacen en fingir familiaridad con el vulgo para hacerle sentir después su desprecio de manera asertiva.
Sé que no todos somos iguales ni podemos serlo; pero sostengo que quien se crea obligado a alejarse de lo que se llama el pueblo para mantenerse respetado, no vale más que el cobarde que se oculta del enemigo por miedo a que se le venza. Al venir uno de estos días a la fuente, encontré ahí a una jovencita que, luego de haber llenado su cántaro, lo había puesto en la escalera y miraba hacia todos lados para ver si encontraba a alguna compañera que le ayudara a subirlo a su cabeza. Bajé las escaleras y le dije a los ojos.
-¿Quiere ayuda, señorita?
Se puso más encarnada que la grana y sólo atinó a decir:
-¡Oh, señor…!
-¡Vamos, vamos, dejémonos de cumplidos! -repliqué.
La chica arregló su rodete sobre la cabeza, le puse el recipiente y, muy agradecida, subió las escaleras de la fuente.


17 de mayo


Conozco mucha gente, pero no tengo compañeros. No sé qué atractivo pueda haber en mi trato con los hombres; muchos me muestran afecto y hasta se complacen con mi amistad, pero veo siempre con pena que nuestros caminos difieren y no tardo en alejarme.
Si me preguntas cómo son las personas de este país, diré que iguales a todas. ¡El género humano es una cosa tan monótona! Casi todos trabajan la mayor parte del tiempo para vivir y su poco tiempo libre les pesa de tal modo, que buscan con ahínco el medio de usarlo en algo. ¡Oh, destino del hombre!
Sin embargo, estas personas son bienintencionadas. A veces, me olvido de mí y acudo a gozar con ellos los extraños placeres que a los mortales se conceden. Ya me siente en una mesa bien provista, en la que reinan cordialidad y alegría; ya demos un paseo en coche o improvisemos algún baile, cuando se presenta la ocasión propicia, sin preparativos de ningún tipo, esto me produce los mejores efectos; sólo que entonces es necesario olvidar y no recordar que hay en mí una gran cantidad de facultades latentes, que me veo obligado a ocultar con el mayor cuidado. ¡Ah, esto me oprime el corazón en alto grado! ¡Y sin embargo… no tener comprensión es nuestro destino!
¡Ah! ¿Por qué no existe ya la amiga de mis años mozos o por qué llegué a conocerla? Debería decirme “estás loco; buscas lo que no hallarás nunca”. Pero la verdad es que he tenido esta amiga, que ha sentido latir ese corazón; que he conocido esa alma grande en cuya presencia me parecía ser más de lo que era, porque era todo lo que podía ser. ¡Santo Dios!
¿Había entonces una sola facultad de mi alma que estuviera ociosa? ¿No podía desentrañar con ella esa grande sensibilidad con que mi corazón abraza la naturaleza entera? ¿No era nuestro trato un cambio continuo de las sensaciones más delicadas, de los rasgos más expresivos, del espíritu más refinado, cuyas modificaciones todas, hasta en la impertinencia, llevaban marcado el sello del genio? Y ahora… ¡Ah! ¡Era mayor que yo y se me anticipó al sepulcro! Jamás la olvidaré; jamás olvidaré su juicio recto y firme, y menos aún su divina indulgencia.
Hace algunos días encontré al joven V***. Sus facciones son francas y simpáticas. Precisamente acaba de salir de la universidad y, si no se cree un sabio, está convencido, al menos, de que destaca su conocimiento del de los demás. Le he probado en diferentes materias y contesta bien; en una palabra, no carece de instrucción. Cuando supo que dibujaba mucho y que conocía el griego (fenómeno en este lugar), no me dejó un momento; me dio a conocer toda su erudición, desde Batteux hasta Wood, desde Piles hasta Winkelman. Me aseguró que había leído toda la primera parte de la teoría de Sulzer y que tenía un manuscrito de Heyne sobre el estudio del arte antiguo. Lo felicité por ello y seguí adelante.
Otro buen hombre que conozco es el mayordomo del príncipe, sujeto franco y honesto. Se dice que es una gloria verle en medio de sus nueve hijos. Parece que su hija mayor llama la atención más particularmente. Me ha dicho que vaya a verlo y pienso ir un día de estos. Vive en un pabellón o lugar de caza del príncipe, a legua y media de aquí. Tras la muerte de su mujer obtuvo permiso para ir a vivir allá, pues el bullicio y la vida ciudadana, y sobre todo la vista de su hogar, sólo aumentaban su dolor. En cambio, en mis excursiones he hallado algunas caricaturas, entes muy empalagosos, cuyo trato y sus agasajos no soporto. Adiós. Ésta es una carta escrita exclusivamente para ti; no es más que una historia.




22 de mayo


La vida humana se reduce a un sueño, esto es lo que muchos han creído, y tal idea no deja de perseguirme. Cuando me detengo a pensar en los estrechos límites en que están circunscritas las facultades activas e intelectuales del hombre; cuando veo acabarse todos sus esfuerzos por satisfacer algunas necesidades que no tienen más intención que prolongar la desgraciada vida; que toda nuestra confianza o tranquilidad sobre ciertos puntos de la ciencia es sólo una resignación fundada sobre quimeras y ensueños, y producida por esta ilusión que cubre las paredes de nuestra prisión con pinturas diversas y perspectivas de luz; todo esto me deja mudo, amigo Guillermo. Me reconcentro y encuentro en mi ser todo un mundo; pero un mundo fantástico, creado por presentimientos, por deseos sombríos, en el que no se halla ninguna acción viva. Todo nada, todo flota ante mí, cubierto de una espesa nube y yo me adentro en ese caos de ensueños con una sonrisa en la cara. Pedagogos, maestros, todos acuerdan que los niños no saben lo que quieren; pero que también nosotros, niños grandes, damos traspiés por este mundo sin saber de dónde procedemos o adónde nos dirigimos; lo mismo que los pequeños, obramos sin intención; igual que los niños nos dejamos llevar por golosinas de diferentes tipos o por el castigo; esto es lo que nadie quiere creer, ni convenir en ello; y según yo es, sin embargo, una cosa evidente.
En fin, concedo gustoso (porque sé lo que vas a contestar) que los venturosos sean aquellos que, como niños, viven al día, llevan su muñeca de un lugar a otro, la visten, le quitan la ropa, pasan y repasan respetuosos delante del cajón donde mamá tiene las golosinas y que cuando saborean alguna lo hacen ansiosos y a gritos piden más.
Pues bien, sí, ¡he ahí criaturas afortunadas! ¡Venturosos también los que bautizan con un nombre pomposo o un título imponente sus fútiles ocupaciones e incluso sus mismas pasiones, para presentarlas al género humano como obras gigantescas, emprendidas para traerle mayor prosperidad o para salvarle!
Por mi parte, repito: buen provecho tengan, tanto ellos como los que quieran o puedan creer como ellos. Pero el que en su humildad reconoce lo inútil de todas esas vanidades; el que ve al hombre acomodado arreglar su jardín como un paraíso, y al mismo tiempo ve pasar a un desgraciado jornalero encorvado bajo el peso de una carga abrumadora, sin desanimarse, y que ambos en fin muestran el mismo interés en contemplar siquiera un minuto más la luz del sol; ése está tranquilo, crea su universo en sí mismo y se considera feliz sólo por ser hombre. Por limitado que sea su poder, abriga siempre en su corazón el sentimiento y sabe que puede dejar esta cárcel cuando así lo disponga.


26 de mayo


Tú conoces, hace mucho tiempo, mi modo de arreglarme; sabes cómo me gusta aparejar una cabaña en un sitio aislado donde pueda vivir con gran simplicidad. ¡Pues bien! Sabrás que he encontrado en este lugar un rinconcito seductor. Como a una legua de la ciudad, se tiende una campiña llamada Wahlheim. Situado en la cima de una colina, la vista del pueblo es muy pintoresca. Al subir el camino que lleva a él, se ve todo el valle con una sola mirada. Una mujer buena y servicial, ágil para su edad, tiene ahí una taberna o expendeduría de bebidas y se sirve café, vino y cerveza. Lo que llama la atención son dos tilos soberbios de ramas abundantes, que dan sombra a la plazuela de la igual, cuyo recinto lo cierran casas, pajares y corrales. Con dificultad se encontraría en otra parte un sitio más propicio para mis gustos: me hago traer una mesita y una silla; tomo mi café y leo mi Homero. La primera vez que la casualidad me llevó a este sitio era una tarde magnífica; encontré el lugar solo porque todo el vecindario estaba en el campo y sólo vi a un niño, como de cuatro años, que sentado en el suelo sostenía en sus piernas a otro niño de meses, sentado también, al que pegaba a su pecho con los brazos. A pesar de la vivacidad que brillaba en sus ojos negros, estaba muy quieto. Esta vista me encantó; me senté sobre un arado frente a ellos, tomé mis lápices y empecé a dibujar este cuadro fraternal con indescriptible placer; agregué un seto, la puerta de una granja, una rueda rota de carro y algunos otros aperos de labranza mezclados entre sí con poca claridad.
Después de una hora encontré que había hecho un dibujo bien entendido, un cuadro muy interesante, sin haberlo pensado ni haber puesto nada de mi parte. Esto me confirmó en mi propósito de no atenerme más que a la naturaleza misma, porque ella sola es la que tiene riquezas inagotables y la que forma los verdaderos y grandes artistas. Mucho puede decirse a favor de las reglas y preceptos del arte, y más o menos lo mismo que puede decirse para alabar las leyes sociales. Un hombre que se conforma y atiene a ellas con rigor no produce nunca nada carente de sentido o positivamente malo, lo mismo que aquel que se conduce con arreglo a las leyes y a lo que exigen las conveniencias sociales no será nunca un mal vecino ni un insigne malvado; pero tampoco producirá nada notable, porque sin importar lo que se diga, toda regla, todo precepto, es una especie de traba que sofocará el sentimiento real de la naturaleza, hará estéril el verdadero genio y le quitará su verdadera expresión. Me dirás que tiene esto mucha fuerza. Pues bien, yo te diré que lo que hace la regla es podar las ramas chuponas, impedir que crezcan y se expandan. Escucha una comparación; sucede con esto como con el amor: un joven con el corazón virgen y sensible se apasiona por una joven amable y bonita; pasa todo el tiempo junto a ella; prodiga su fortuna; hace uso de todas sus capacidades para probarle en todo momento que es suyo del todo sin la menor reserva, y he aquí que se cruza un inoportuno revestido con el carácter de un ministerio público con su traje oficial y le dice “caballerito, amar es de hombres; ama, pues, pero ama como un hombre; arregla tus horas del día; consagra unas al estudio, al trabajo, y otras a tu ídolo; haz un cálculo preciso de tus rentas, de cuánto será lo superfluo que te quede después de haber cubierto todo lo necesario. No te prohibo le hagas algunos regalos, pero raras veces y en épocas mismas, como el día de su santo”.
Si nuestro joven se conforma con seguir las indicaciones del entrometido, llegará a ser personaje muy útil y yo sería el primero en aconsejar a todo príncipe que lo colocara en algún ministerio; pero en lo que respecta a su amor, pronto habría huido, ¡y no digo menos de su talento si era artista! ¡Oh, amigos míos! ¿Por qué desbordan tan rara vez sus olas impetuosas sus almas deslumbradas? Esto se debe a que en las dos orillas habita gente grave y reflexiva, cuyas quintas y casas de descanso, sus cuadros de tulipanes y sus huertos, se veían inundados, arruinados, destruidos; y éstos producen personajes con un gran cuidado de construir diques y presas, de hacer sangrías al torrente, para que el peligro constante desaparezca.




27 de mayo


Como acabas de ver, me he dejado llevar por el entusiasmo, por la declamación, por las comparaciones y he olvidado completamente el concluir lo que había empezado a decir de los niños. Absorto en esta meditación sentimental sobre la pintura, de la que en mi carta de ayer no he dado sino algunas partes, sin orden ni ilación, te diré que estuve más de dos horas sentado sobre el arado. Al atardecer llegó una mujer joven con una cesta en el brazo; se dirige presurosa a los dos niños, que no se habían movido de aquel lugar, y grita desde lejos.
-Felipe, eres buen muchacho.
Al pasar me saluda y yo correspondo. Me levanto, me acerco y le pregunto si es la madre de los niños: me responde que sí y da al grande la mitad de un bollo; levanta al pequeño en brazos y lo acaricia y besa como sólo una madre puede hacerlo.
-Confié a Felipe esta criatura -me dice-, y he ido a la ciudad con el mayor a comprar pan, azúcar y una tartera de barro.
Vi en efecto todas esas cosas en la cesta, cuya tapa se había caído.
-Quiero hacer esta noche una papilla para mi Juanito, el pequeño; mi hijo mayor, que es muy travieso, rompió ayer la tartera mientras peleaba con Felipe por rebanar lo que había quedado pegado a ella.
Le dije que tendría gusto de ver al mayor y apenas terminó de responder que se había quedado atrás y andaba corriendo por el valle juntando los gansos, cuando el chicuelo se presentó brincando y con una ramita de avellano en la mano que dio a su hermano. Yo seguí hablando con la mujer y me enteré de que era hija del maestro de escuela y que su esposo estaba en Suiza, lugar al que había ido a recoger la herencia de un primo.
-Han querido engañarle -me dijo-, y no contestaban a sus cartas; de modo que ha ido allá a ver por sí mismo qué sucede. ¡Con tal que no haya sucedido una desgracia! Porque ya hace tiempo que no sé de él.
Tuve pena en separarme de esta mujer, le di unos céntimos a cada uno de sus hijos y algunos más a ella para que comprara un bollo al más pequeño cuando fuera a la ciudad, y nos separamos.
Te lo repito, amigo, cuando siento agitarse mi espíritu con violencia, la vista de una criatura basta para calmar su malestar: recorre el círculo estrecho de su pacífica vida en un feliz abandono; vive sin ocuparse más que en allegar lo necesario para vivir en el día; ve caer las hojas y no deduce nada más que el invierno se acerca.
Desde ese día voy a menudo a casa de esta buena mujer; los niños se han acostumbrado a verme y nunca tomo el café sin que deje de darles su terrón de azúcar, y al anochecer parto con ellos mis tostadas y mi leche cuajada. El domingo les doy unas monedas y si no estoy a la hora del oficio divino, la tabernera tiene la orden de dárselas.
Son muy confiados, me cuentan mil historias y nada me gusta más que ver sus pequeñas pasiones y la simplicidad de sus celos y envidias, cuando se reúnen alrededor de mí otros niños del pueblo.
Me ha costado trabajo tranquilizar a la madre, que temía mucho “incomodaran al señor”, según sus palabras.


30 de mayo

Lo que te contaba sobre la pintura puede decirse también de la poesía. Sólo se trata de reconocer primero lo que es bello en verdad y después atreverse a expresarlo con franqueza. Esto en efecto es decir mucho en pocas palabras. Yo he sido hoy testigo de una escena que bien contada daría materia para romper el idilio más hermoso del mundo; pero, ¿qué hacen aquí poesía, escena e idilio? ¿Es necesario trabajar siempre según las reglas del arte, sin violarlas ni romper sus trabas para participar de un efecto natural?
Si detrás de esta introducción esperas algo grandioso y sublime, te equivocas un poco; el que ha producido en mí una emoción tan viva es tan sólo un mozo de la aldea. Según mi costumbre, lo diré con torpeza y según la tuya, creerás que exagero. Es todavía Wahlheim y siempre Wahlheim que produce estas maravillas.
Bajo los tilos se habían congregado muchas personas para tomar café: y, como la concurrencia no era de mi completo agrado, me alejé con un pretexto.
Salió un joven aldeano de una casa contigua y se puso a componer el arado que yo había dibujado por aquellos días; me acerqué a él y le hice algunas preguntas sobre su situación; nos conocimos y, como me pasa a veces con los de su clase, pronto llegamos a las confidencias. Me contó que servía en casa de una viuda que se portaba muy bien con él. Me habló tanto de ella, tantos elogios tuvo para ella, que pronto descubrí que sentía una gran pasión.
-Ya no es joven -me dijo-; su primer marido le dio muy mala vida y no quiere volver a casarse.
Todo lo que me decía descubría el atractivo y belleza que conserva para él y con qué ardor deseaba se dignara a elegirlo, para reparar con su cariño los atropellos padecidos con su primer marido. Sería necesario repetirte su conversación para dar idea de la inclinación pura, de amor y la alegría de este hombre. Sí, sería preciso tener el talento de los mayores poetas para representar lo vivo, lo expresivo de sus ademanes, lo armonioso de su voz, el fuego concentrado y la ternura que se veía en sus ojos. No, no hay palabras capaces de transmitir el tierno y delicado cariño que embargaba todo su ser y que daban a conocer cada una de sus expresiones; y si tratara de hacerlo, no produciría más que cosas torpes y frías.
Me llamó la atención sobre todo y me conmovió al extremo su temor de que interpretara mal las relaciones con su ama y que sospechara de su buena conducta. Sentí un delicioso encanto al oírle hablar de ella, de su gracia, que, a pesar de haber perdido ya los hechizos de la juventud, le atraía y le apasionaba de tal modo. Este placer, no obstante, no lo siento sino en lo hondo del corazón. Nunca había visto deseos más ardientes, más apasionados y vehementes, acompañados al mismo tiempo de tanta pureza; y podría incluso decir que ni siquiera había imaginado, ni en sueño, que pudiera existir tal pureza. No vayas a regañarme si te confieso que, al acordarme de esta simple inocencia, se exalta mi alma; que me persigue por todas partes la imagen de esta ternura tan real, tan delicada y vehemente, y que, como si estuviera poseído de los mismos fuegos, me abraso, languidezco y me siento morir devorado.
Trataré de ver lo más pronto posible a esa mujer. Pero no; si estoy en mi juicio, no he de hacerlo. La veo por los ojos de su amante y esto vale más, porque tal vez no se presentará a los míos tal como a él se apetece. ¿Y con qué fin desfigurar su imagen?




16 de junio


¿Por qué no te escribo? ¡Y puedes preguntarlo, tú, uno de los mayores sabios de la tierra! Debías adivinar que me encuentro bien, muy bien; en una palabra, que he hecho un conocimiento que toca a mi corazón muy de cerca. Tengo… tengo… No sé qué. Contarte por orden y detalladamente cómo he llegado a conocer a una de las criaturas más amables del universo sería tarea apoteósica. Estoy contento y soy dichoso; por ende, soy mal historiógrafo.
¡Un ángel ¡Ay! Todos dicen otro tanto del dueño de su alma. ¿No es verdad? Y, sin embargo, ¡cómo decirte lo perfecta que es, porque lo es! Basta; ella abarca todos mis sentidos, los domina. ¡Tanta ingenuidad unida a tanto ingenio!, ¡tanta bondad con tanta fuerza de carácter! ¡Y la tranquilidad del alma en medio de la vida más agitada!
Todo lo que digo de ella no es más que una plática incoherente, lastimosas abstracciones que no dan a conocer ni un ángulo de su personalidad. Otro día… no, ahora mismo, te lo voy a decir. Si no lo hago ahora, no lo haré nunca; porque debo decir que desde que empecé a escribir, he estado a punto tres veces de tirar la pluma, hacer alistar mi caballo e irme a recorrer el país, aunque me hubiera propuesto esta mañana quedarme aquí. Me asomo a la ventana todo el tiempo para ver si el sol sigue muy alto.
No he podido resistir. He tenido que ir a su casa y ya he regresado, mi querido Guillermo. Cenaré mi manteca mientras te escribo. ¡Qué delicia para mí contemplarla rodeada de sus ocho alegres y traviesos hermanitos!
Si siguiera escribiéndote de este modo, quedarías tan enterado al principio como al final. Pon atención, que voy a violentarme para entrar en detalles.
Ya te escribí en fechas recientes cómo había conocido al mayordomo S*** y cómo me había invitado a ir a verle en su retiro o más bien en su pequeño reino. Hice poco caso de esta invitación y quizá no habría vuelto a recordarlo. Si la casualidad no me muestra el tesoro oculto en su retiro.
Los mozos del pueblo daban un baile campestre y asistí. Ofrecí la mano a una agraciada señorita, amable pero insulsa. Se acordó que yo conduciría a mi pareja y a su prima, en coche, al lugar de la fiesta y que recogeríamos a Carlota S***.
-Va usted a conocer a una mujer muy hermosa -dijo mi pareja al llegar a la soberbia calle o más bien paseo bordeado de árboles generosos, que conduce a la quinta. Cuidado con enamorarse.
-¿Y por qué? -le pregunté.
-Porque está comprometida con un hombre honrado -contestó-, ausente en este momento, arreglando negocios por el deceso de su padre y al mismo tiempo para conseguir un empleo ventajoso. Estos datos, te diré, los oí con total indiferencia.
El sol iba a esconderse detrás de las montañas cuando llegamos a la puerta de entrada. El aire era pesado y difícil era respirar, se veían arremolinarse en el horizonte ingentes y numerosos nubarrones de un color oscuro. Las jóvenes manifestaban sus temores de una tormenta próxima y, aun cuando yo mismo estaba convencido de ello y adelantaba que la fiesta fracasaría, traté de calmarlas con mis fingidos conocimientos meteorológicos.
Me bajé del coche y al mismo tiempo se presentó una criada y nos pidió esperar un momento a la señorita Carlota, que iba a bajar en seguida. Atravesé el patio, subí la escalinata que llevaba a la entrada de la linda casa y, cuando pasé por el vestíbulo, presencié el espectáculo más encantador que hubiera visto. Seis niños, entre dos y 11 años, estaban agrupados en torno a una joven de estatura media, pero bien formada, cuyo traje era un simple vestido blanco adornado con lazos de color de rosa en marchas y pechera. Tenía un pan casero en la mano y a cada niño le daba un pedazo según su edad y apetito. Los niños levantaban sus manitas y, después de recibir la merienda, los más vivos se fueron con ella muy alegres y los más calmados se dirigieron con prudencia a la puerta para ver a los forasteros y el coche donde debía subir su querida Carlota.
-Pido a usted mil perdones -me dijo-, por haberle dado la molestia de llegar hasta este lugar y por hacer esperar a esas señoras; pero, ocupada primero en vestirme y después en arreglar lo que ha de hacerse en casa en mi ausencia, me olvidé de dar de comer a mis pequeños, y no hay quien les haga tomar el pan si yo no lo parto.
Respondí con un trivial cumplido, porque mi alma entera estaba fija en sus labios, absorta de oír el timbre de su voz y de contemplar su gallardía. Corrió a su habitación por los guantes y el abanico, y, mientras, pude reponerme de mi trastorno. Los niños no se atrevían a acercárseme y me miraban de reojo; fui hacia el más pequeño, que era una criatura preciosa. El chiquillo huyó, pero en ese momento Carlota entró y dijo:
-Luis, ven a dar la mano a tu primo. El muchacho dejó la timidez y obedeció; yo no pude menos que besarle efusivo, a pesar de que su cara estaba llena del dulce de la merienda.
-¡Primo!, repetí yo, mientras estiré la mano a Carlota-. ¿Me considera en verdad digno de la dicha de ser familiar suyo?
-¡Oh! -contestó ella con maliciosa sonrisa-. ¡Tenemos tantos primos! Lo que sentiría es que fuera usted el peor de todos.
Al marchar recomendó a Sofía, la mayor de las hermanitas, de unos 11 años, que tuviera mucho cuidado de los pequeños y que no olvidara dar las buenas noches a su papá cuando volviera a casa; a los niños dijo:
-Ustedes obedezcan a su hermana Sofía como si fuera yo misma.
Algunos prometieron hacerlo, pero una rubita muy viva, de a lo mucho seis años, le dijo con aire de importancia:
-Sofía no es lo mismo que tú, a ti todos te queremos más.
Los dos chicos mayores se habían encaramado al coche y, ante mis ruegos, Carlota les permitió que fueran con nosotros hasta el bosque, con tal de que prometieran no hacer ninguna travesura.
Poco después de instalarnos en el coche y luego de saludarse las señoras e intercambiar algunas observaciones sobre los trajes, y sobre todo de los sombreros, con su poco de murmuración, inevitable en estos casos, dirigida contra las personas que habríamos de ver, Carlota hizo detener el carro y pidió a los niños que se bajaran; éstos obedecieron en el acto, rogando a Carlota que les diera a besar su mano; el mayor lo hizo con la tierna efusividad de los 15 años y el menor con mucha viveza. Carlota les encargó que dieran mil caricias de su parte a los otros hermanitos. Seguimos nuestro camino.
La primera le preguntó si había acabado de leer el libro que ella le había enviado.
-No -dijo Carlota-, no me gusta y puedes llevártelo; el anterior no era mucho mejor.
Yo quise saber de qué libros se trataba y quedé admirado al conocer que eran las obras de X. Encontraba tan buen juicio en sus apreciaciones, tanto sentido en todo lo que decía; descubría encantos nuevos en todas sus palabras y veía brillar rayos de inteligencia en su cara, que la iluminaban, que poco a poco se llegaba a distinguir en su semblante la alegría que sentía de que la comprendiera.
Cuando era más joven, dijo, nada me gustaba como leer novelas. Dios sabe qué placer me causaba pasar el domingo entero en un rincón solitario, participando de la dicha o de las desgracias de una miss Jenny. No niego que este género no tenga todavía para mí algunos atractivos; pero, como en el día son muy escasos los momentos libres que me quedan para coger un libro, es preciso por lo menos que sea de mi agrado. El autor que prefiero es aquel que me pone en contacto con los de mi clase y sabe animar todo lo que me rodea; aquel cuyas historias son tan caras a mi corazón como a mi vida interior, que, sin ser un paraíso, es para mí un manantial de inexpresable felicidad.
Hice esfuerzos para ocultar la emoción que me producían sus palabras; pero no mucho tiempo, porque, al oírla hablar del Vicario de Wakefield y de X, con precisión y verdad conmovedoras, no me pude contener y empecé a disertar entusiasta, como transportado y fuera de mí.
Hasta que Carlota se dirigió a sus dos compañeras, no me percaté de que estaban ahí, con los ojos abiertos al extremo, pero como si no estuvieran. La prima me miró con aire malicioso y socarrón, pero fingí no verla. En seguida se habló del placer del baile.
-¿Será un defecto esa pasión? -dijo Carlota-. He de decir que no conozco nada superior al baile. Cuando alguna pena me embarga y quiero mitigarla, me siento al clave, toco una contradanza y de inmediato todo se me pasa.
¡Con avidez miraba sus bellos ojos negros! ¡Con qué ardor contemplaba sus labios rosados, sus frescas mejillas tan animadas, sintiéndome como encantado mientras hablaba! Sumido como en un éxtasis de admiración por lo sublime y exquisito que ella decía, me sucedía con frecuencia no oír las palabras que pronunciaba, ni concentrarme en los términos que utilizaba. ¡Ah! Tú, que me conoces, entenderás lo que me pasaba. En una palabra, bajé del carruaje como sonámbulo y seguí caminando como un hombre perdido, inmerso en un mar de ensueños, y, cuando llegamos a la puerta de la casa donde era la reunión, no sabía dónde me encontraba.
Tan absorta estaba mi imaginación, que no sentí el ruido de la música que oía en la sala de baile, con iluminación brillante. Los dos caballeros, Audrán y un tal N. N. (¿cómo es posible retener en la memoria todos esos nombres?), que eran las parejas de baile de la prima y de Carlota, nos recibieron al bajarnos del coche y se apoderaron de sus damas; yo conduje a la mía a la sala de baile. Se empezó a bailar un minué, en el que entrelazábamos unos con otros; yo saqué a bailar a una señorita, luego a otra y me impacientaba ver que eran justo las más feas las que no podían decidirse a darme la mano para terminar. Carlota y su acompañante empezaron a bailar una contradanza. ¡Qué grande fue mi gozo, como debes imaginar, cuando le tocó venir a hacer figura delante de mí! ¡Verla bailar es admirarla! Su corazón, su alma completa, todo su cuerpo tienen perfecta armonía; son tan libres, tan sueltos sus movimientos, que parece que en esos momentos no ve, ni siente, ni piensa en otra cosa; y se diría que por instantes todo se desvanece y desaparece ante sus ojos.
Yo la comprometí para la segunda contradanza, pero ella me prometió la tercera, al decirme con total confianza que le encantaba bailar las alemanadas.
-Aquí se acostumbra y es moda -me dijo-, que, para las alemanadas, cada uno conserve su pareja; pero mi caballero valsea mal y me dispensará, con gusto, si yo le dejo y le excuso de ello. Su pareja está poco al corriente de ese baile y tampoco procura aprenderlo. En cambio, he notado en la contradanza que usted lo hacía muy bien; propongo a mi caballero que le ceda su turno de vals y yo haré la misma solicitud a su pareja.
Yo le di la mano en señal de aceptación del convenio y de inmediato quedó arreglado que su caballero entretendría durante la pieza a mi pareja.
El baile dio inicio; al principio nos entretuvimos en hacer varias figuras con los brazos. ¡Qué gracia, qué soltura en todos sus pasos! Cuando llegó el vals y empezamos a dar vueltas unos alrededor de otros, aunque en un inicio nos explayamos con desahogo, como había pocos bailarines que estuvieran al corriente, se dio una confusión extraordinaria. Nosotros tuvimos la prudencia de dejarlos desenredarse poco a poco y los más torpes abandonaron el lugar; entonces nos adueñamos nosotros del salón y empezamos a bailar con nuevo ardor.
Audrán y su pareja fueron los únicos que siguieron con nosotros. Jamás me había sentido tan ágil, ya no era un hombre. ¡Tener entre sus brazos a la más amable de las criaturas! ¡Volar con ella como torbellino que anuncia la tempestad! ¡Ver pasar todo, eclipsarse todo ante mis ojos y a mi alrededor! ¡Sentir! ¡Oh, amigo mío! Si he de ser franco, diré que entonces hice el juramento de no permitir nunca que una joven que yo amara y sobre la cual tuviera algún derecho, bailare con ningún otro hombre, aunque para impedirlo, corriera el riesgo de perecer. Creo que me comprendes.
Para recuperar el aliento y descansar un poco, dimos algunas vueltas por la sala, paseando, y ella se sentó en seguida. Yo le ofrecí dos naranjas que había reservado, porque ya no había ninguna en el aparador, y fueron recibidas a la perfección en aquel calor; yo estaba enajenado, pero una indiscreta vecina, que se encontraba al lado de Carlota, me daba una puñalada al corazón cada vez que aceptaba un gajo de naranja que se le ofrecía.
En la tercera contradanza inglesa formábamos la segunda pareja. Al recorrer toda la columna, Dios sabe con qué delirio seguía yo sus pasos, cómo me embriagaba con sus ojos negros, en los que veía brillar el placer en su pureza completa. Nos tocó hacer figura delante de una mujer que, sin ser muy joven, me había llamado la atención por su grata fisonomía; esta mujer miró a Carlota; sonriendo y amenazándola con un dedo, pronunció dos veces, al pasar, el nombre de Alberto con un tono significativo.
-¿Quién es Alberto -le dije a Carlota-, si no es indiscreción preguntar?
Iba a contestar, pero nos tuvimos que separar para formar la gran cadena de ocho y me pareció ver ensombrecida su frente cuando volví a pasar frente a ella.
-¿Por qué se lo iba a ocultar? -me dijo al darme la mano para el paseo-. Alberto es un hombre honrado con quien estoy comprometida.
Ésta no era noticia para mí, pues sus amigas me lo habían advertido durante el camino: pero ahora, después de que habían bastado algunos instantes para tomarle tanto cariño y aprecio, estas palabras me perturbaron como si hubiera recibido un golpe inesperado. Esta noticia me trastornó por completo y su recuerdo me dejó atontado y en términos que ni sabía lo que hacía, ni dónde estaba, y este olvido de mí mismo fue tan grande que no supe ni pude hacer a tiempo la figura que seguía, y de tal modo confundí el baile, por lo que fue necesario que con toda su presencia de espíritu, Carlota me tomara de la mano, como a un niño, y me sacara de aquel caos, para poder restablecer el orden.
Los relámpagos que brillaban en el horizonte, y que yo calificaba de simples exhalaciones de calor, empezaron a ser cada vez más frecuentes y el estampido del trueno llegó a esconder los acordes de la orquesta. Tres señoritas dejaron en el acto de bailar y sus parejas las siguieron. Se generalizó la desbandada y enmudeció la música. Cuando una desgracia nos sorprende en medio del placer, parece natural que suframos una impresión más viva que cuando se produce en otras condiciones, bien porque el contraste se deje de sentir con mayor viveza o porque nuestra impresionabilidad sea mayor. A una de estas razones debo atribuir las singulares actitudes que noté en algunas señoras. Una de ellas se metió en un rincón, de espalda a la ventana, y cubrió sus oídos. Otra se arrodilló delante de la primera y oculta la cabeza entre las piernas de ella. Una tercera se acercó y las estrechó en sus brazos derramando un copioso torrente de lágrimas.
Algunas querían volver a casa; otras, todavía más fuera de control, ni siquiera conservaban la entereza para rechazar las travesuras de nuestros perillanes, muy solícitos y presurosos en robar de los labios de las bellas atemorizadas los fervientes ruegos que dirigían al cielo.
Parte de los hombres habían salido de la sala de baile y bajado al patio para fumar sus pipas con tranquilidad. El resto de la concurrencia siguió a la dueña de la casa, que tuvo la gran idea de hacernos pasar a otra sala cerrada con contraventanas y cortinas. Apenas llegamos ahí, Carlota hizo un círculo con las sillas, tocó a todos sentarse y propuso un juego de prendas. Al oír esta proposición vi a muchos fruncir alegremente los labios con esperanza, sin duda, de conseguir un beso para desempeñar la prenda.
Cuando todos se sentaron:
-Vamos a jugar -dijo-, el juego de la Cuenta. Escuchen y pongan atención. Yo daré vueltas en el círculo de derecha a izquierda y, mientras, ustedes contarán; cada uno tiene que decir el número correspondiente y todas estas cifras deben sucederse como un fuego graneado: el que se pare o se equivoque recibirá una cachetada; y así debemos contar hasta mil.
¡Oh, qué hermosa lucía en aquellos momentos! Empezó a dar vueltas con los brazos estirados, contando el primero uno; dos, el siguiente; tres, el tercero, y así sucesivamente. Poco a poco, la joven aceleró el paso. Uno se equivocó y, ¡pum!, recibió una cachetada; el siguiente se rió y perdió la cuenta, y para este momento Carlota iba más aprisa. A mí me tocaron dos bofetones y creí notar con honda satisfacción que fueron más fuertes que las de mis compañeros. La risa y algarabía general terminaron el juego, antes de que alcanzáramos el mil. Algunas parejas formaron grupos separados; había pasado ya la tormenta y acompañé a Carlota a la sala donde habíamos bailado.
En el camino me dijo:
-Los golpes les han hecho olvidar la tormenta y todo lo demás.
No atiné a responder.
-Yo era una de las más medrosas, pero, haciéndome la valiente para animar a las demás, he logrado en verdad no tener miedo.
En seguida nos asomamos a la ventana. Aún se oía a lo lejos el rugido del trueno; la lluvia refrescante caía con un murmullo y los más deliciosos aromas llegaban a nosotros; un aire puro y fresco nos traía los balsámicos perfumes que se desprendían de todas la plantas. Recargada en su codo, con aspecto pensativo, sus miradas recorrían toda la campiña; fijó sus ojos en el cielo, luego en mí y noté en ese momento anegados sus ojos de lágrimas; puso su mano en la mía y dijo:
-¡Klopstock!
Recordé la magnífica oda a que se refería (aquélla en la que el poeta celebra la belleza de la naturaleza después de una tempestad) y el nombre de Klopstock me produjo gran cantidad de impetuosas sensaciones, a las que me abandoné con toda mi alma. No pude resistir los impulsos de mi corazón; estaba conmovido en lo más hondo; lloraba de felicidad e, inclinándome hacia Carlota, besé sus manos y luego levanté la mirada en busca de los suyos.
¡Klopstock, noble poeta! ¡Genio sublime! ¿Por qué no has podido ver tu apoteosis en estas miradas? Ojalá no oyera a nadie profanar ya tu augusto nombre!
¿Adónde llegaba con mi relación? Te aseguro que yo lo ignoro; todo lo que sé y lo que recuerdo es que cuando me fui a dormir eran las dos de la mañana. ¡Ah! Si hubiera estado junto a ella, en lugar de escribir, te habría hablado quizá hasta la mañana.
No te he contado aún lo que me sucedió cuando regresamos del baile y hoy no tengo tiempo para hacerte una relación detallada. El sol salía con toda su majestad e iluminaba el bosque. Se veían brillar en las extremidades de la ramas y en las hojas de los árboles las gotas de la lluvia o del rocío, y el verdor de los campos era más fresco y vivo. Nuestras dos acompañantes dormían y ella me preguntó si no haría lo mismo.
-Si tiene sueño -me dijo-, no gaste cumplidos.
-¿Dormir, dormir yo mientras vea esos ojos abiertos? -le respondí con mi mirada fija en la suya. Me sería imposible cerrarlos.
Y en efecto ambos seguimos despiertos hasta llegar a su puerta. Una criada la abrió sin ruido y, después de interrogarla, le respondió que sus padres y los niños dormían profundamente. Yo me separé de ella tras haberle pedido permiso para visitarla aquel mismo día; ella aceptó y estoy de regreso.
Desde entonces, el sol, la luna y las estrellas pueden salir y ocultarse cuando y como quieran; yo no sé ya cuándo es de día ni cuándo es de noche, cuándo hace sol o cuándo hace luna; para mí ha desaparecido el universo en su totalidad.


21 de junio


Mis días son tan felices como los que Dios reserva y hace gozar a los elegidos; pase lo que pase, en adelante no podré decir que no he conocido el gozo y la alegría; el gozo y la alegría más puros de esta vida. Tú conoces mi Wahlheim; en él me he instalado en definitiva. Desde aquí sólo tengo que caminar media legua para ir a casa de Carlota, en la cual gozo de mí mismo; disfruto de toda la felicidad que puede gozar el hombre. ¿Cómo hubiera podido imaginar, cuando escogí Wahlheim para mis paseos, que se hallaba tan cerca del paraíso? ¡Cuántas veces al vagar sin objeto por esos lugares, bien fuera por la cumbre de la montaña o por la llanura, o más bien, más allá del río, he dirigido la mirada a ese pabellón que encierra hoy el objeto de todos mis deseos.


Mil veces he reflexionado, querido Guillermo, sobre ese deseo natural que tiene el hombre de ampliarse, de hacer descubrimientos, de abarcar y dominar todo lo que le rodea; y después, por otro lado, sobre ese segundo pensamiento interior que le asalta, de enterrarse a voluntad en ciertos límites, de no salir del surco trazado por la costumbre, sin ocuparse de lo que sucede y pasa a diestra y siniestra.


¡Qué extraña sensación! Cuando yo vine aquí y recorriendo por vez primera estas colinas descubrí un valle muy risueño, sentí de inmediato atracción por estos sitios, como por un efecto mágico. ¡Allá, a lo lejos, el bosque! “Ah, pensaba yo de mí, si pudieras pasearte por sus sombras”. Más alto, la cima de los montes. ¡Ah, si pudieras pasear la mirada desde ahí por este extenso y exquisito paisaje… sobre esta cadena de colinas… sobre esos pacíficos valles… “¡Oh, qué placer de perderme… de extraviarme en esos lugares…!” Yo iba, venía, lo recorría todo sin encontrar lo buscado. Hay cosas distantes que vemos como un confuso futuro y nuestra alma llega a entrever, como por un velo, un extenso universo; todos nuestros sentidos aspiran a encontrarse en él y a él se dirigen; y en esos momentos nos gustaría despojarnos de todo nuestro ser, para penetrar en él y gozar por completo de la sensación deliciosa y única, y entonces corremos… volamos… Pero, ¡ah!, cuando hemos llegado al término del recorrido, estamos en el mismo punto; nos encontramos con nuestra pobreza en estrecho límites y agobiada el alma por el peso de ese fantasma que la oprime, suspira sin consuelo y ansía probar el bálsamo refrigerante que ha desaparecido frente a ella.


Así suspira el hombre errante, en medio de su existencia accidentada e inquieta, por su patria. En su cabaña, en los brazos de su mujer, rodeado de sus hijos, y en los deberes que le imponen y en las preocupaciones que le traen los deberes que exige su conservación, encuentra el verdadero gozo, la satisfacción real que buscaba de manera vana e inútil en todos los rincones de este enorme mundo.


Con mucha frecuencia, al despuntar el alba, salgo corriendo y voy a mi querido Wahlheim; voy a buscar yo mismo mis guisantes al huerto de mi huéspeda y me distraigo en mondarlos mientras leo a Homero; después me voy a la cocina a elegir una vasija, a cortar mi mantequilla y poner los guisantes en la lumbre; me siento al pie del hogar y los meneo de vez en vez. En esos momentos me represento a los fieros amantes de Penélope, degollando, despedazando y haciendo asar los bueyes y los cerdos. No hay nada en el mundo que me dé más placer que el considerar estos rasgos característicos de la vida, patriarcal, con los que gracias al cielo puedo sin daño entrelazar el tejido de mi vida.


¡Qué dichoso me siento de poder sentir la inocente y sencilla felicidad del moral que me ve sobre su mesa figurar la berza que él ha plantado! No disfruta sólo el placer de saborearla, sino del recuerdo de la hermosa mañana en que la plantó, de las apacibles tardes en que la regó y del gusto que le traía verla crecer y redondearse cada día. Todos estos placeres y fruiciones las saborea él en aquel solo momento.






29 de junio


Anteayer vino el médico de la ciudad a visitar al mayordomo y me halló sentado en el suelo, en medio de los niños de Carlota. Unos saltaban alrededor de mí o se subían en mis rodillas; otros me hacían gestos; yo les hacía cosquillas y la algazara era grande y la alegría, muy ruidosa. El doctor es un arlequín pedante que al hablar, cuida más de estirarse los puños de la camisa, de arreglarse las chorreras, que de lo que dice. Al verme en esta posición, jugando con los niños, le pareció que yo me rebajaba en mi dignidad de hombre sensato y juicioso; pero a pesar de que yo me di cuenta de ello, por sus modos, no cambié de postura por eso y seguí divirtiéndome. Le dejé decir todas las cosas razonables y justas que se le ocurrieron y me ocupé de volver a levantar el castillo de naipes que los niños habían derribado.


En cuanto volvió a la ciudad, lo primero que hizo fue contar a las personas que encontraba y querían oírle: “Los niños del magistrado estaban ya muy mal educados, pero ese Werther los acaba de echar a perder por completo”. Sí, querido Guillermo, los niños son lo que conmueve más mi corazón en la tierra. Cuando me detengo a mirarlos y veo en esos pequeños el germen de todas las facultades que necesitarán practicar algún día; cuando descubro en sus caprichos o terquedades la futura constancia y firmeza de carácter, o en sus travesuras y en su malicia el humor fácil y alegre que hace olvidar las penas y los contratiempos de la vida, y todo esto de una manera franca y total, no dejo de repetirme siempre estas palabras divinas del maestro. Mientras no llegues a ser como éstos… Pues bien, mi amigo, a estos niños, estas amables criaturas que deberíamos considerar modelos, los tratamos como esclavos. ¿Por qué no han de tener ellos también una voluntad personal? ¿No tenemos nosotros la nuestra? ¿En qué se basa o está fundada esta prerrogativa? ¿Es porque nosotros tenemos más edad y somos más serios? ¡Dios piadoso! Desde la inmensidad de tu gloria, ves a los niños grandes y a los pequeños, y nada más, y hace mucho tiempo que has declarado por boca de tu hijo, quiénes son con los que más te complaces. Los hombres creen en él, pero no lo escuchan, y nunca han obrado de otra manera. Forman a sus hijos semejantes a ellos y… Adiós; prefiero callar que seguir con este desvarío.






1 de julio


¿Quién puede saber mejor lo que debe ser Carlota para un enfermo sino mi propio corazón, más adolorido que el desgraciado paciente acostado en su lecho? Algunos días va a visitar a una señora respetable de la ciudad que, según dictamen de los facultativos, le queda poco tiempo de vida y desea tener a Carlota a su lado en los últimos instantes. Le acompañé la semana pasada a hacer una visita al pastor de San***, a una legua de aquí, en la montaña; llegamos cerca de las cuatro de la tarde, acompañados de la segunda hermanita de Carlota. Al entrar en el patio de la casa, sombreado por dos grandes nogales, vimos al buen anciano sentado en un escaño en la puerta de su casa. Tan pronto vio a Carlota, se sintió reanimado con vigor juvenil y sin recoger su báculo nudoso, se aventuró a levantarse para acudir a su encuentro.


Carlota corrió hacia él y lo hizo volver a su lugar, se sentó a su lado; le dio los afectuosos recuerdos de su padre y acarició y besó a un pequeño que era el niño mimado del anciano, a pesar de lo feo que era y de lo sucio que estaba. Necesario fuera que hubieras visto las atenciones delicadas que tenía con el anciano pastor; cómo elevaba la voz para alcanzar a los débiles y medio cerrados oídos, cómo le hablaba de las personas jóvenes y robustas que habían muerto de manera súbita, de la excelencia de las aguas de Carlsbad y de su acertada decisión de tomarlas el verano próximo, sin omitir al mismo tiempo que le hallaba muy mejorado con relación a la última vez que le había visitado. Mientras, yo saludé y presenté mis cumplidos a la esposa. El buen anciano se mostraba alegre al extremo y no pude menos que expresar la admiración que me provocaban la hermosura y abundancia de los dos nogales en cuya sombra nos cubríamos. De inmediato, aunque de una manera un poco pesada, empezó a contarnos la historia de estos árboles.


-El más viejo -dijo-, no se sabe quién lo plantó: tal pastor, dicen éstos; tal otro, dicen aquéllos; sobre el más joven (precisamente es de la edad de mi mujer, que cumplirá 50 años en octubre), su padre lo plantó en la madrugada del día en que nació por la tarde. Su padre fue mi antecesor y no puede decirse con justicia hasta qué punto quería él este árbol, aunque seguro no mucho más que yo. La primera vez que vine aquí, siendo entonces un pobre estudiante, mi mujer estaba sentada en un madero, haciendo media, al pie de este árbol, en este mismo patio. Hará de esto como… como… unos 37 años… Sí… 37 años.


Carlota le dijo que tendría gusto de ver a su hija Federica, pero ésta había bajado a la pradera con Schmidt para ver a los trabajadores, y el buen hombre prosiguió con su historia. Nos dijo que su predecesor le había tomado afecto, así como también su hija; cómo llegó a ser su vicario y por último su sucesor. Apenas acababa de terminar la historia, cuando entró la joven al patio acompañada de Schmidt y dio a Carlota una bienvenida amistosa. Debo confesar que no me desagradó: es una joven trigueña, vivaracha, bien formada y su trato haría pasar algunas horas muy gratas en el campo a su lado. Su pretendiente, pues por supuesto juzgué que lo era Schmidt, es un hombre bien educado, pero frío, y no despegó los labios ni participó en la conversación, por más que trató Carlota para invitarle. Lo que más me desagradó fue observar en su fisonomía que obraba así más bien por capricho y mal humor, que por falta de ingenio o de instrucción. Esta suposición se confirmó con lo que ocurrió después en el paseo, porque hallándose Federica separada, por casualidad, de Carlota unos cuantos pasos, y a mi lado, vi enfadarse el semblante de nuestro enamorado, y su rostro, bastante encapotado ya sin esto, tomó un aspecto sombrío de mal género. Felizmente, Carlota después de notarlo, me jaló de la manga, dándome a entender con señas que yo me mostraba demasiado amable con Federica. Nada me desconsuela más que ver a los hombres atormentarse unos a otros; y, sobre todo, me irrito cuando veo a jóvenes en la flor de la juventud, cuyo corazón debería estar más abierto y accesible a todos los goces, sembrar en él la perturbación y la desconfianza, y arruinar de ese modo los cortos instantes de dicha que se les concede, muy escasos, dicho sea de paso; momentos que una vez idos no regresan nunca y que no dejan en su lugar sino pesares estériles. Yo me sentí picado, casi ofendido. Al ver caer la tarde volvimos al patio a tomar leche y se orientó la conversación hacia las penas y los goces de este mundo: aprovechando la ocasión, tomé la palabra y me puse a atacar con viveza el mal humor.


-Nos quejamos muchas veces -dije-, de lo raros que son los días felices y lo muy abundantes y frecuentes que son los días malos; y a mi parecer, nos quejamos sin motivo. Si tuviéramos listo el corazón en todo momento para gozar del bien que Dios nos envía, tendríamos de igual forma la fuerza de soportar el mal cuando sobreviene.


-Pero nuestro humor no está en nuestro poder, no somos dueños de él -expresó la mujer del pastor-; con mucha frecuencia depende de nuestra condición física, la menor indisposición nos hace mirarlo todo con colores sombríos. Ante lo cual estuve de acuerdo.


-Vamos a considerarlo entonces una enfermedad, -continué- y descubramos si tiene remedio o no.


-Admitido -dijo Carlota-; pero yo creo que depende de nosotros en gran medida y esto lo sé por experiencia. Cuando me molesta o me apena algo, no tengo más que dar unas cuantas vueltas por el jardín, tarareando alguna contradanza, y en el acto se me quita el mal humor.


-Es eso lo que quería decir -agregué-. Sucede con el mal humor lo mismo que con la pereza, a la que nuestra naturaleza es muy propensa; y sin embargo, tenemos bastante fuerza para sacudirla y alejarla, el trabajo sale sin esfuerzo de nuestras manos y sentimos un verdadero goce con nuestra actividad.


Federica escuchaba atenta y el joven me presentó la objeción de que algunas veces no se es dueño de sí mismo o que al menos no se puede controlar los sentimientos.


-Aquí se trata -repuse-, de un sentimiento poco grato del que todos se podrían deshacer con gusto y nadie sabe hasta dónde puede llegar su fuerza mientras la haya probado. De seguro que el que se siente enfermo recurrirá a los facultativos y no se negará a respetar el régimen que le impongan, por rígido que sea, ni a tomar las medicinas que se le prescriban por amargas que resulten, con el interés de recobrar la salud, que nos es tan preciada.


Advertí que el buen anciano oía con atención para tomar parte en nuestra charla y alzando la voz y dirigiéndole la palabra, agregué:


-Se predica contra muchos vicios, pero nunca he oído a alguien decir que se predicara desde el púlpito contra el mal humor.


-Eso corresponde a los predicadores de la ciudad -respondió el anciano-, porque los aldeanos no conocen ni el mal humor ni el capricho. No dañaría a nadie, sin embargo, tocar de vez en cuando ese punto; sería una lección para la esposa del pastor, por lo menos, y para el señor magistrado.


Todos soltamos la risa y él con nosotros, de muy buen ánimo, hasta que le sobrevino la tos, que interrumpió por un momento la plática.


El joven tomó la palabra de inmediato:


-Ustedes califican el mal humor de vicio y eso me parece extremoso.


-¿Extremoso? Todo lo que perjudica al hombre y al prójimo merece ese calificativo. ¿No basta no poder hacernos mutuamente dichosos? ¿Es necesario también privarnos unos a otros del placer que cada uno puede proporcionarse en el fondo de su corazón? A ver, ¿quién es el mortal que de mal humor tenga el valor de ocultarlo, de tolerarlo solo, para no trastornar la alegría de los que le rodean? ¿No es esto en el fondo el sentimiento interior de nuestra insuficiencia, un descontento de nosotros mismos, mezclado siempre con la envidia, hija de una loca vanidad? Vemos hombres felices y alegres que no nos deben su dicha y no podemos tolerar su presencia.


Carlota sonreía viendo el calor y la emoción con que yo hablaba y una lágrima que vi brotar de los ojos de Federica me hizo seguir.


-¡Desgraciados -exclamé-, quienes usan del control que tienen sobre un corazón para negarle los placeres puros y simples que surgen y brotan de él de manera espontánea! Todos los regalos, todas las complacencias del mundo, no sustituyen ni compensan un solo instante de verdadero placer contaminado por las envidiosas vejaciones de un tirano.


En aquel momento, mi corazón se desbordaba. El recuerdo de muchos sucesos del pasado oprimía mi alma y mis ojos se humedecían.


-¡Ah! -dije-. Si cada uno se dijera a sí mismo todos los días: tu primera obligación con tus amigos es respetar sus placeres, aumentar su dicha al participar en ella; la más dulce de tus obligaciones es la de derramar un gota de bálsamo en su alma cuando está agitada por una pasión violenta o angustiada por la tristeza. ¡Ah! ¡Cómo te acusará la conciencia cuando la víctima que tus bárbaros caprichos han sacrificado en la flor de la edad, devorada por la fatal enfermedad que va a cortar el curso de su vida, se halle tendida ante ti, desfalleciente y moribunda! Sus ojos, inertes y apagados, tratan de dirigir hacia el cielo, en vano, una débil mirada por última vez; el sudor frío de la muerte baña su rostro pálido y demacrado. Acércate, te digo entonces, y que el infierno tome tu corazón. Sientes que ya es muy tarde y que todos sus tesoros son inútiles; la angustia se apodera de tu alma; quisieras desprenderte de todo lo que tienes para dar a la pobre criatura moribunda un momento de consuelo, un soplo de vida; ¡reanimarla, en fin!


Esta escena inspirada en un cuadro similar que había presenciado llenó mis ojos de lágrimas; me sentí muy conmovido y mientras cubría mi cara con el pañuelo para ocultar la emoción, me alejé del grupo.


No me calmé ni me repuse hasta oír la voz de Carlota, que me llamaba:


-¡Vamos, vamos, que es tiempo de irnos!


¡Qué cariñosos comentarios me hizo después, en el camino, por la parte apasionada al extremo que tomaba en todo!


-De ese modo llegará a matarse -decía-; debe ser más razonable y no dejase impresionar de ese modo.


¡Oh, sí, mujer angélical…! ¡Quiero vivir… vivir para ti!






6 de julio


Carlota está siempre al lado de su amiga moribunda y siempre es la misma: siempre la criatura afable y benéfica, cuya mirada, dondequiera que va, dulcifica el dolor y hace felices a las personas. Ayer por la tarde fue a pasear con Mariana y la pequeña Amelia. Yo lo sabía: me reuní con ellas y caminamos juntos. Después de caminar como legua y media, regresamos a la ciudad y llegamos a la fuente, que ya me gustaba mucho y ahora me gusta mil veces más. Carlota se sentó sobre el pequeño muro; los demás estábamos frente a ella. Miré al alrededor y recordé el tiempo en que mi corazón estaba solitario.


-¡Fuente querida! -me dije-. ¡Cuánto tiempo hace que no gozo de tu frescura y al pasar de prisa junto a ti, ni siquiera te he mirado!


Bajé los ojos y vi que subía la pequeña Amelia con su vaso; Mariana trató de quitárselo.


-¡No! -dijo la niña-, con la más dulce expresión. ¡No!, tú has de beber antes que todos.


La verdad, la bondad con que aquella niña pronunciaba estas palabras me arrebataron hasta el punto de expresar mis sentimientos, no supe hacer otra cosa que tomarla en brazos y besarla con tal efusividad, que empezó a gritar y a llorar.


-Eso no está bien hecho -me dijo Carlota.


Me quedé confundido.


-Ven, Amelia -continuó y la tomó de la mano para bajar los escalones-. Lávate enseguida con agua fresca; eso no es nada.


Fijé mi atención en la niña, que con esmero se frotaba las mejillas con las manos mojadas, convencida de que la fuente milagrosa le quitaría toda mancha y retiraría la afrenta de que una barba impura la hubiera tocado. Carlota decía “¡basta ya!” y ella seguía frotándose con nuevo ánimo, como si mientras más lo hiciera fuera mejor.


Guillermo, te aseguro que no he asistido a ninguna ceremonia con más respeto; y cuando Carlota subió, con gusto me hubiera postrado a sus pies, como ante los de un profeta redentor de los pecados de un pueblo. No pude resistir al deseo de contar por la noche lo sucedido, con toda la alegría de mi corazón, a alguien que yo creía sensible, porque tiene agudeza. ¡Cómo me equivocaba! Censuró la conducta de Carlota; dijo que no se debía hacer creer nada a los niños; que estos abusos eran origen de errores y supersticiones innumerables, que hay necesidad de evitar desde la infancia… Entonces recordé que ocho días antes había hecho este charlatán bautizar a un niño; por lo cual, oyéndole como el que oye la lluvia, prevalecí fiel con todo mi corazón a esta verdad: “Es preciso actuar con los niños como actúa con nosotros el Señor, que nunca nos hace más felices que cuando nos deja embriagarnos con una agradable ilusión”.






8 de julio


¡Qué niños somos, verdaderamente, y qué valor tan elevado damos a una mirada! ¡Qué niño es el hombre! Habíamos ido a Wahlheim; las señoras iban en coche y durante el paseo, creí ver en los ojos negros de Carlota… ¡Estoy loco… perdona! ¡Sería preciso haber visto aquellos ojos! En fin, para terminar (porque estoy cayéndome de sueño), te diré que las señoras iban en una carroza y el joven W***, Selstadt, Audrán y yo seguíamos a pie. Estos caballeros, siempre vivos, turbulentos y ligeros, no dejaban de dar vueltas alrededor del carruaje, yendo de un lado a otro y charlando. Las señoras seguían la plática y contestaban. Yo buscaba los ojos de Carlota y vi, ¡ay!, que se fijaban o más bien que erraban de un lugar a otro, pero que nunca, ni una sola vez, se detenían en mí, yo que no veía más que a ella! ¡Mi corazón la saludaba mil veces y ella no me miraba! El carruaje nos adelantó y una lágrima humedeció mis ojos. Yo la seguí con la vista y vi el tocado de su cabeza fuera de la puerta, inclinándose para buscar, para ver… ¿A quién? ¿A mí? ¡Oh, amigo! Estoy flotando en esta incertidumbre, misma que es mi consuelo. Quizá era a mí a quien buscaba… a mí a quien quería ver… ¡Tal vez! Buenas noches. ¡Qué niño soy!






10 de julio


Quisiera que vieras la estúpida cara que pongo cuando la gente habla de Carlota y sobre todo cuando me preguntan si me gusta… ¡Gustarme! Odio de muerte esta palabra. ¿A qué hombre no le gustará, no le robará el pensamiento y todo el corazón? ¡Gustar! El otro día me preguntaron si Ossian me gustaba.






11 de julio


La señora M., está muy enferma. Ruego a Dios por su vida, porque sufro viendo que Carlota sufre. No la veo sino a veces en casa de una de sus amigas, donde hoy me ha contado una historia singular. El señor M. es un viejo avaro, perverso y repugnante, que ha tenido atormentada y muy sujeta a su mujer toda la vida; ella, sin embargo, ha sabido sacar fruto de la situación. Habiéndola desahuciado el médico hace algunos días, mandó llamar a su marido y en presencia de Carlota, le habló en estos términos:


“Debo confesarte algo que después de mi muerte podría ser motivo de inquietud y pesar. Hasta hoy he gobernado la casa con todo el orden y la mejor economía posible; pero debo pedirte perdón, porque te he engañado durante 30 años. Desde nuestro matrimonio fijaste una cantidad muy pequeña para los gastos de comida y demás de la casa. Cuando ésta ha prosperado y nuestros negocios han mejorado no he podido lograr que aumentes la suma destinada cada semana; tú sabes que en el tiempo de nuestros mayores gastos me obligabas a atender a todo con un florín diario. He obedecido sin reprochar y cada semana he tomado del cofre del dinero lo indispensable para cubrir mis atenciones, segura de que jamás se sospecharía que una mujer robara a su marido. Nada he malgastado e incluso sin hacer esta confesión hubiera entrado sin preocupación en la eternidad; pero sé que la que me suceda en el gobierno de la casa no podrá manejarse con lo poco que tú das y no quiero que llegues a echarle en cara que tu primera mujer se contentaba con ello”.


He hablado con Carlota sobre la increíble ceguera que hace que un hombre no sospeche manejo alguno en una mujer que con siete florines cubre, de domingo a domingo, todos los gastos, cuando se ve que éstos pasan del doble. Sin embargo, conozco gente que hubiera recibido en su casa, sin asombrarse, el inagotable cántaro de aceite del profeta.



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