domingo, 27 de enero de 2013

DOSTOIEVSKI. Su vida y su obra

DOSTOIEVSKI. SU VIDA Y SU LITERATURA. Nayra Pérez

Dostoievski


Por Nayra Pérez 
“Dostoievski.... El único que me ha 
enseñado algo en psicología... 
Su descubrimiento ha sido para mí más 
importante aún que el de Stendhal.” 
F.Nietzsche 


A través de los tiempos, la literatura ha sido el más fecundo instrumento de análisis y comprensión del hombre y de sus relaciones con el mundo. Sófocles, Shakespeare, Cervantes, Rosseau, Kafka... representan nuevos modos de comprender al hombre y la vida, y revelaron al mundo verdades humanas que antes se desconocían o apenas eran presentidas. 
Por supuesto, también es el caso de Fiódor M. Dostoievski. 



1.- CONTEXTO HISTÓRICO 

La Rusia en la que vivió Dostoievski presentaba una enorme peculiaridad con respecto a Occidente. En pleno siglo XIX el país era aún feudal, con un régimen de señores y siervos, como fue, durante la Edad Media, Europa. 
La época de Dostoivski corresponde a los reinados de Nicolás I (1.825-1.855), que se caracterizó por su despotismo, y de Alejandro II (1.855-1.881), de espíritu más tolerante; este zar abolió la servidumbre y realizó ciertas reformas políticas y administrativas. 

Fueron tiempos de fuertes tensiones, en el terreno ideológico, entre corrientes tradicionalistas y progresistas. De Occidente llegaban doctrinas liberales y revolucionarias, el socialismo utópico prende en muchos jóvenes rusos, a quienes se llamará en este país los “nihilistas”. A estos se oponen, entre otros, los “eslavistas”, que rechazan las ideas occidentales en nombre de los valores tradicionales del alma rusa, simbolizados en el zar y la Iglesia Ortodoxa. 

2.- CONTEXTO LITERARIO 

La literatura aparece marcada por la peculiaridad histórica del país; así, Romanticismo y Realismo adquieren en Rusia perfiles muy particulares. Quizá en ningún país encuentre el género narrativo realista en el S.XIX frutos tan variados y ricos como en Rusia, donde el tono de la crítica es más intenso, tal vez por lo atrasado del pueblo, como ya vimos antes, y la dureza de la censura y la autoridad. 
La transición al Realismo está representada por Gógol (1.809-1.852), cuyas obras inmortales, El abrigo y Almas muertas, significan el arranque de la gran novela rusa. 

Éste ya hace en Almas muertas una gran sátira contra los hidalgos campesinos. 
A partir de él se desarrollará en Rusia uno de los grandes ciclos novelísticos de la literatura universal, magno conjunto en el que sitúan Turguéniev, Tolstói y Dostoievski. 
Turguéniev (1.818-1.883) aporta una perspectiva pasada por referencias europeas. Dostoievski lleva la novelística a un paroxismo de intensidad psicológica, contrastando lo palpable de sus descripciones con la agitación patológica de sus tipos. Junto al autor que vamos a estudiar, el otro gran maestro de la literatura rusa de este ciclo es Tolstói, destacando tanto si se distancia en el tiempo, como en Guerra y paz, como si pinta su tiempo, como en Anna Karenina, sin sacrificar nunca el arte a su creciente pasión moralista. El maestro máximo del relato breve es Chéjov (1.860-1.904), trágico en tono menor, incluso cuando adopta apariencias humorísticas. 
El Realismo ruso o Escuela Natural será más amplio y complejo que el europeo: junto al reflejo de la realidad cotidiana, la novela rusa dará cabida a la fantasía, al lirismo... 


3.- VIDA 

Si bien es cierto que una biografía no explica a un genio, en el caso de Dostoievski puede, al menos, señalar sus demonios. Las claves de este autor, que tanto sabía del sufrimiento humano y de los abismos del alma, se encuentran en su atormentada vida, llena de infortunios, tentaciones, éxtasis y reconciliaciones. 

Como casi todos los escritores rusos, Fiódor Mijáilovich Dostoievski era de clase noble, pero de una familia venida a menos. Nació el 11 de noviembre de 1.821 (el 30 de octubre según el viejo calendario ortodoxo) en un apartamento del Hospital de los Pobres de Moscú, en el que su padre trabajaba como médico. Ese hombre tosco, brutal y alcohólico era un verdadero déspota e injuriaba y golpeaba sin piedad a los miembros de su familia, incluida su esposa, bondadosa mujer que servirá de modelo para las heroínas abnegadas, de “mirada dulce y suave” de las novelas de su hijo. 
Entre las pocas diversiones del pequeño Fiódor y de su hermano Mijáil estaban las de espiar a los enfermos del hospital y, a partir de 1.831, disfrutar de las estancias veraniegas en Daovoie, una aldea a unos cien kilómetros de Moscú, que su padre acababa de adquirir. 

En 1.837 le sucedió la primera gran desgracia: su madre falleció de tuberculosis. La vida en casa se hizo insoportable; su padre, consumido por los remordimientos, a causa de la muerte de su esposa, se hundía cada vez más en embrutecimiento por el alcohol, y para deshacerse de sus hijos decidió enviarlos a la Escuela Militar de Ingeniería de San Petesburgo. 

El futuro escritor, una vez acostumbrado a la dura vida del internado, consiguió encontrar tiempo para dedicarse a lectura y acercarse a Pushkin, Gógol, Shakespeare, Balzac, Schiller, Hoffmann, Dickens y también muchos folletines. Únicamente se quejaba de la falta de dinero, problema que le acompañaría toda la vida. 
Su padre, cada vez más embrutecido, trataba a sus mujiks con extrema crueldad, y ellos, en junio de 1.839, lo asesinaron. Fiódor, quien desde su temprana infancia temía y odiaba a su padre, sintió que el crimen de los campesinos recaía sobre él. Este parricidio, que nunca cometió, pero que secretamente deseaba, le provocó su pirmer ataque de epilepsia. Los remordimientos le obsesionaron durante toda su vida y sólo logró expiarlos con su última novela, Los hermanos Karamazov, en la que recreó con sinceridad masoquista las circunstancias y consecuencias morales de ese asesinato. En contraste con su fuerte sentimiento de culpabilidad, sus últimos años en la Escuela Militar fueron agitados y mundanos. Aparte de la literatura, entre sus principales pasiones se contaban el teatro, el ballet, los conciertos y el billar. El vicio del juego, que el escritor había adquirido tempranamente, fue otro de los males que acompañaron su existencia. 

En 1.843, Dostoievski terminó sus estudios y fue destinado a la sección de proyectos del cuerpo de ingenieros, puesto que abandonó en breve para dedicarse por entero a la literatura. En el verano de ese año, su admirado Balzac llegó a San Petesburgo para reunirse con su amor, la condesa polaca Hanska. Esta visita le impulsó a traducir la novela Eugenia Grandet, con la que pretendía, además, remediar su maltrecha economía. Posiblemente, esta experiencia le dio el coraje necesario para escribir una obra propia. 

El mundo literario de Dostoievski parece irreal, febril y nocturno, bastante alejado de lo que ocurre en una vida cualquiera. Sin embargo, esta consideración no es cierta, y así lo demuestra “el descubrimiento” de su primera novela, Pobres gentes (1.846). Su amigo y compañero de vivienda, Grigórovich, quedó muy conmovido después de haber leído el manuscrito y quiso someterlo al juicio de Nekrásov, un reconocido poeta, quien, escéptico y ocupado, primero rechazó y luego aceptó oír las primeras diez páginas, y se quedó a escuchar toda la obra. La lectura terminó a las cuatro de la mañana, pero los dos hombres, bañados en lágrimas, decidieron visitar al autor, quien, naturalmente, estaba aún despierto. 
Esta novela, en realidad menor, consagró de inmediato a Dostoievski como gran escritor. Vissarión Belinski, el crítico más temido de Rusia, exclamó entusiasmado: “Ha nacido un nuevo Gógol.” 

No obstante, sus siguientes obras, por cierto bastante gogolianas, como El doble (1.846), El señor Projarchin (1.846) y La patrona (1.846) no tuvieron ningún éxito y los críticos se volvieron hostiles con él. Deprimido y desesperado, Dostoievski acudía a reuniones de ardorosos intelectuales progresistas, donde discutían sobre las teorías socialistas utópicas. La policía, en extrema alerta a causa de la ola de revoluciones europeas, detuvo el 23 de abril de 1.849 a los miembros del supuesto “complot Petrashevki”, llamado así por el líder de dichas reuniones. Después de ocho meses de confinamiento en la fortaleza “Pedro y Pablo”, los acusados fueron conducidos el 22 de diciembre al paredón y se les leyó la sentencia de muerte. El pelotón de fusilamiento ya se disponía a disparar cuando se les comunicó que el zar había conmutado la condena por cuatro años de trabajos forzados. La experiencia de esa ejecución simulada aparecería en dos de sus obras: El idiota y Diario de un escritor. Dos días después, Dostoievski partió, esposado, hacia la guarnición de Omsk en Siberia. Las condiciones del presidio fueron extremadamente difíciles para el escritor, epiléptico, pero él encontró consuelo en su única lectura, la Biblia. Allí, en Siberia, se formaron las ideas que conocemos como “dostoievskanas”: que el sufrimiento no es un castigo, sino el secreto de la vida; que para la redención del pueblo ruso no valen las fórmulas occidentales y revolucionarias, sino sólo lo auténtico, lo ortodoxamente ruso. En 1.854, como continuación de la condena, fue enviado de soldado raso a un batallón de castigo. Un año después, ascendió a oficial y en 1.857 se casó con María Dimítrievna Isáieva, una joven viuda tísica. El matrimonio resultó ser un fracaso desde el día de la boda, cuando el agitado Dostoievski sufrió un ataque de epilepsia frente a su flamante y sorprendida esposa. 

Finalmente, en noviembre de 1.859, obtuvo permiso para regresar a San Petesburgo, donde los círculos intelectuales lo recibieron como a un mártir revolucionario. Para aclarar esa falsa situación, en 1.861 fundó, junto a su hermano Mijáil, la revista “Vremia” (“Tiempo”), que pretendía reconciliar occidentalistas y eslavófilos, representantes de las dos doctrinas opuestas. Publicó también algunas novelas, entre ellas Recuerdos de la casa de los muertos (1.861-1.862), que recoge más de un episodio autobiográfico del presidio. En 1.862, con el éxito de la revista pudo realizar su primer viaje al extranjero, pero, un año después, las autoridades suspendieron su publicación y él se encontró de nuevo en una dramática situación económica. Con dinero prestado se fue al extranjero para reunirse con la joven y guapa Paulina Suslova, pero ella lo abandonó por un apuesto español y el poco dinero que le quedaba lo perdió jugando al la ruleta. 

En 1.864 murió su esposa y unos meses más tarde su hermano Mijáil. Su escasez monetaria se agravó aún más, pues debe hacerse cargo de la familia de éste, como de sus revistas, y también sus ataques se hicieron más frecuentes. Sin embargo fue ésta la época de sus grandes narraciones. 

En 1.864 publicó Memorias del subsuelo y en 1.866 su novela más famosa, Crimen y castigo, cuyo protagonista, Raskolnikov, es un estudiante ateo que mata para demostrar su libertad. Para poder cumplir con sus apremiantes contratos, en 1.866 empleó a una taquígrafa, y en veinticinco días le dictó la novela El jugador. Anna Grigorievna Snitkina, la taquígrafa, era una joven de veinte años y de carácter dulce, con quien el novelista se casó al año siguiente. Huyendo de sus acreedores, los recién casados viajaron al extranjero: durante cuatro años deambularon por Europa entregados al trabajo, y el autor, también, a la ruleta. Para poder seguir jugando, llegó a empeñar su anillo de boda. No obstante, el juego no le impidió escribir su segunda obra maestra, El idiota (1.868-1.869), y otras novelas más, entre otras la controvertida Endemoniados, inspirada en el juicio al terrorista revolucionario Nechaev y publicada después de su regreso a Rusia, en 1.871. 

Regresó envejecido, arruinado, incluso desprestigiado. Sin embargo, con las nuevas obras, especialmente con El adolescente (1.875) y la serie de artículos Diario de un escritor (que empezó a publicar en 1.876), recobró su fama y también, gracias al inesperado talento práctico de su joven esposa, pudo vivir desahogadamente por primera vez. Aunque las desgracias no le abandonaron: en 1.878 murió su hijo Aliosha, golpe terrible para el autor, que ya antes había perdido una niña. 

En sus últimos años vivió en su casa de Staria Russa, cerca de san Petesburgo, y trabajó en la que sería su novela magna: Los hermanos Karamazov (1.879-1.880). A estas alturas, ya era un escritor muy popular y venerado. En junio de 1.880, pronunció un discurso de gran impacto en un homenaje nacional a Pushkin, en el que formuló su mensaje sobre el destino universal del pueblo ruso. Ésta fue su última intervención pública. El 9 de febrero de 1.881, un mes antes de que asesinaran al zar, falleció Dostoievski, a causa de una hemorragia pulmonar. 


4.- CARÁCTER 

“Uno espera enfrentarse a un dios, pero se encuentra con un hombre enfermo, pobre, un trabajador infatigable y singularmente desprovisto de la pseudocualidad que tanto reprochaba a los franceses: la elocuencia.”- decía André Gide. 
Dostoievski, duro y tesonero en el trabajo, que se afana con correcciones, desmocha sus escritos y tenazmente los reconstruye, página tras página, hasta infundir en ellas toda la intensidad de su alma. 

Sin embargo, durante toda su vida le atormenta el doloroso convencimiento de que, de haber dispuesto de más tiempo y una mayor libertad, hubiese expresado su pensamiento con más rigor y justeza: 

“Lo que me tortura es la convicción de que si dispusiera de un año para escribir una novela y de dos o tres meses para copiarla y corregirla, mi obra sería distinta.” 

¿Qué buscaba? ¿Qué habría conseguido? Sin duda, un mayor fluidez, un mayor sencillez, una más perfecta subordinación de los detalles... Y, no obstante, tal como están, sus mejores obras alcanzan un punto de precisión y de evidencia que uno difícilmente imagina puedan ser sobrepasados. 
Esta angustia, este descontento de sí mismo, los ha expresado de cada uno de sus libros: 

“Trabajo como un forzado, sin hacer caso de esos hermosos días, que tanto me seducen. Día y noche estoy entregado al trabajo.” 

Si Dostoievski está íntimamente convencido de su valor, por lo menos del valor de sus ideas, es exigente para sí mismo en lo concerniente a sus mejores escritos, obstinado en el trabajo e insatisfecho después : 

“Bien sé que, como escritor, tengo muchos defectos, porque soy el primero en estar descontento de mí mismo.”- escribía un año antes de morir. 

Frente a algunos escritores que consideran la vida como “una cosa tan repelente que el único modo de soportarla es evitarla”, Dostoievski no suprime nada. Tiene mujer e hijos, y los ama; no desprecia nada. 
Cuando salió de la cárcel, dijo: 

“Por lo menos he vivido. He sufrido, pero, de todos modos, he vivido.” 

La abnegación que siente por su arte, precisamente por carecer de arrogancia, de premeditación y conciencia, es de una trágica belleza. 
Cita a Terencio y no acepta que ningún sentimiento humano le sea extraño: “El hombre no tiene derecho a sustraerse y hacer caso omiso de lo que ocurre en la Tierra. Existen para eso razones de morales de orden superior: Homo sum, et nihil humanum..., y así debe obrarse en conciencia.” 
No se desentiende de sus dolores, los asume con toda su intensidad. No sólo contra la miseria debe luchar, la pérdida de su hermano y de su primera mujer; no trató nunca de evitar su enfermedad, que le acarreaba trastornos y sufrimientos, y en los últimos años pérdidas de memoria e imaginación, pero a pesar de las crisis se esfuerza en el trabajo : 

“Anteayer sufrí un ataque de los más violentos. Sin embargo, ayer no dejé de escribir, en un estado de semilocura...”. 

A pesar de la miseria, la enfermedad y el sufrimiento que le acompañan durante toda su vida, se entrega al trabajo con renovada obstinación. Nada le desalienta ni le abruma, no escuchamos una protesta, sino agradecimiento, como Job, una sumisión que nos desconcierta. 
Nuestro autor no persigue una recompensa, ni le impulsa el amor propio o la vanidad de escritor: 

“Al cabo de tres años de haberme consagrado a la literatura, me siento como aturdido. No me doy cuenta de nada y ni siquiera dispongo de tiempo para reflexionar... Han forjado en torno a mí una notoriedad dudosa. No sé hasta cuándo durará este infierno.” 

Está tan convencido de sus ideas que su valor humano se funde con ellas y se desvanece. 



5.- IDEAS Y TEMÁTICA 


En Rusia se ha tratado con frecuencia a Dostoievski, también a Tolstói, simplemente como filósofos y pensadores religiosos. En la época del movimiento simbolista surgió allí toda una escuela de críticos metafísicos que interpretaron la literatura en función de sus posiciones filosóficas propias. Todos ellos escribieron sobre Dostoievski, unas veces utilizándolo como texto para predicar sus propias ideas y otras, reduciéndolo a sistema, pero rara vez entendiéndolo como novelista trágico. 

“El pensamiento que me atosiga es saber en qué consiste nuestra comunión ideológica, cuáles son los puntos en que podríamos todos coincidir, sean cuales fueran las tendencias de cada cual.” 

Íntimamente convencido de que “en el pensamiento ruso se concilian los antagonismos” de Europa, él, “viejo europeo ruso”, como se definía a sí mismo, se afanaba con todas las fuerzas de su alma por el logro de esa unidad rusa, en la que animados por un gran amor por el país y por la humanidad toda, habrían de fundirse todos los países: 

“El vagabundo ruso precisa, para apaciguarse, de la felicidad universal.” 

Esta “simpatía universal” está acompañada y fortalecida por un ardiente nacionalismo, que en el espíritu de Dostoievski constituye el complemento indispensable. 
Dostoievski está convencido de que tales contradicciones entre nacionalismo y europeísmo, individualismo y abnegación son sólo aparentes, y, en su opinión, por no comprender más que una faceta de esa cuestión vital, los partidos opuestos permanecen distantes de la verdad. 
Se manifiesta sin tregua ni descanso contra los que a la sazón se denominaban en Rusia “progresistas”, se subleva contra quienes desarraigan a los rusos: 

“Esa raza de políticos que esperaban el progreso de la cultura rusa, no del desarrollo orgánico de las fuentes nacionales, sino de una precipitada asimilación de la enseñanza occidental” 

Conservador pero tradicionalista, zarista pero democrático, liberal pero no progresista, individualista, cristiano pero no católico. 

“En la nueva Humanidad, la idea estética aparece confusa. La base moral de la sociedad, caída en el positivismo, no solamente no da ningún resultado, sino que ni siquiera puede definirse a sí misma. Se debate a través de una maraña de afanes e ideales. ¿Es que se carece de hechos concretos para demostrar que la sociedad está mal cimentada, que no son esos caminos los que conducen a la felicidad y que ésta no procede de tales fuentes, como se creía hasta ahora? Entonces, ¿de dónde procede? Se han escrito muchos libros, pero se soslaya lo principal: en Occidente se ha perdido a Cristo...y Occidente zozobra por esta causa, únicamente por esta causa.” 

Vogüé acuña, cuando estudia la obra de Dostoievski, el término de “Religión del sufrimiento”, que intuyó ya en los últimos capítulos de Crimen y castigo: “Una sola cosa es necesaria: conocer a Dios.” , decía Dostoievski, y ese conocimiento quería por lo menos difundirlo a través de su obra, “con toda su humana y angustiosa complejidad”. 
Esa felicidad, estar contento más allá del sufrimiento, como ya presintiera Nietzsche... 
“El sacrificio voluntario, realizado conscientemente y libre de toda coacción, el sacrificio de uno mismo en provecho ajeno, constituye, a mi entender, el indicio del desarrollo más grande de la personalidad, de su superioridad, de una perfecta posesión de sí mismo, del más completo libre albedrío...”.

Mas no se trata del sufrimiento ajeno, o de un sufrimiento universal, sino del propio, como dice el autor; pero : 

“¿Es preciso ser, pues, impersonal para ser feliz ? ¿Reside la salvación en la inhibición? Yo digo lo contrario” .

Según Dostoievski, el infierno es la región superior, la región intelectual, comprobamos en él una depreciación no sistemática, sino involuntaria, de la inteligencia... como luego veremos en el estudio de sus personajes. Él no siente jamás, lo da a entender, que lo que se opone al amor es el odio, más bien serían las maquinaciones del cerebro. 
La inteligencia es lo que se individualiza, lo que se opone, pues, al Reino de Dios, a la vida eterna, a esa beatitud más allá del tiempo que sólo se alcanza a través del renunciamiento del individuo para fundirse en el sentimiento de una solidaridad distinta. 
Monsier de Vogüé ve en él “una sañuda hostilidad contra el pensamiento, contra la plenitud de la vida”, “una santificación del idiota, del parásito, del inactivo”, crítica que también le hace Vladimir Nabokov en su Curso de literatura rusa. 

Pero el pesimismo lo trueca Dostoievski en un desatinado optimismo. Con el sentimiento del límite individual, desaparece el de la dimensión de tiempo. El estado de beatitud, prometido por Jesucristo, puede alcanzarse inmediatamente si el alma humana se entrega al renunciamiento. La vida eterna no es cosa futura, y si no la alcanzamos en este mundo hay pocas esperanzas de lograrla. No existen en tal cuestión ni prescripciones ni órdenes; se trata, simplemente, del secreto de la felicidad superior de Jesucristo, como se nos dice repetidamente en el Evangelio: “Si sabéis estas cosas, sois felices.” (Juan 13,17).

Desde este momento, y en seguida, podemos participar de esa felicidad. He aquí el misterioso meollo del pensamiento de Dostoievski y asimismo de la moral cristiana, el divino secreto de la felicidad. El individuo triunfa en el renunciamiento a la individualidad. 
No hay cuestión, por transcendente que sea, que no aborde la novelística de Dostoievski. Pero no la aborda nunca de una manera abstracta, las ideas sólo alientan en él en función del individuo: en esto estriba su perpetua relatividad y lo que constituye su fuerza. El personaje X alcanzará tal idea sobre Dios, la providencia o la vida eterna porque sabe que tiene que morir dentro de pocos días o pocas horas, o porque se enfrenta a duras crisis epilépticas, como le sucede al príncipe Mischkin, de El idiota. 
Por otro lado, decía Dostoievski: 

“Con los buenos sentimientos se hace mala literatura.” 
“No existe obra de arte sin la colaboración del demonio.”
 

Y es que, ningún artista, según cree André Gide, ha dado mayor atractivo a la parte demoníaca que Dostoievski. 
El tema del demonio ocupa un lugar considerable en la obra de Dostoievski, al que sitúa no ya en las bajas regiones del hombre, sino en la más alta, en la intelectual, la del cerebro. Las grandes tentaciones que el demonio nos presenta, son tentaciones intelectuales, son interrogantes: ¿cuál es el poder del hombre? ¿Qué puede un hombre? Estas son grandes preguntas de un ateo que Dostoievski comprendió. 
Es la negación de Dios la que provoca la afirmación del hombre: “¿Dios no existe? Pues entonces..., todo está permitido.” (Los endemoniados). 
¿Cómo puede el hombre afirmar su independencia?, de aquí arranca la angustia. Cada vez que en las obras de Dostoievski vemos a un personaje formularse esta pregunta, poco tiempo después asistimos a su bancarrota. El fracaso de los personajes intelectuales se debe a que Dostoievski considera al hombre intelectual de escasa o nula capacidad para la acción. 

“Existen en el hombre dos requerimientos simultáneos: uno tiende hacia Dios, y el otro hacia Satanás.”, decía Ch. Baudelaire, y durante toda su vida le atormentó a Dostoievski la idea del mal y de la necesidad del mal. 

Aunque Dostoievski plantea el problema del “superhombre”, asistimos al triunfo indiscutible de las verdades evangélicas. Pero, si bien sólo ve la salvación en el renunciamiento del individuo, por otro lado da a entender que jamás el hombre está más cerca de Dios que cuando alcanza el límite extremo de la angustia y la desesperanza, y entonces exclama : “¡Adónde acudir sino a Ti, Señor! Tú posees palabras de vida eterna.” Pero sabe Dostoievski que esta invocación no puede esperarse del hombre prudente y honrado, sólo más allá de la desesperanza y el crimen, más allá del castigo, después de alejarse de la sociedad de los hombres, se encontró Raskolnikov, el protagonista de Crimen y castigo, frente a frente con el Evangelio. 


6.- MUNDO NOVELESCO Y ARTE NARRATIVO 

Su obra es rica en contradicciones e inconsecuencias, o “antagonismos”, como diría su gran admirador Nietzsche. 
Las novelas de Dostoievski, aun siendo quizá las más densas de pensamiento, no son nunca abstractas, sus libros están palpitando siempre vida. Sus personajes no se despojan jamás de humanidad para convertirse en entes simbólicos, jamás son “tipos”. Son individuos tan especiales como los peculiares personajes de Dickens, tan vigorosamente trazados y descritos. Dostoievski pinta como Rembrandt, con calidad artística vigorosa y perfecta, y llenos sus obras de hondo pensamiento. 

Dostoievski teje en cada uno de sus libros una tupida urdimbre, resulta difícil y penoso a menudo desenredar la trama, que construye con esas ideas que se repiten, ideas de psicólogo, de sociólogo, de moralista... pero todas a un tiempo, y sin dejar de ser novelista. 

La acción de sus novelas es, en general, vertiginosa, en un breve lapso de tiempo se concentran los acontecimientos. La trama central suele ser sencillla, pero con ella se entrelazan diversas acciones secundarias en una apretada sucesión de capítulos y en un incesante pulular de personajes. Aunque parezca sorprendente, la estructura del relato en Dostoievski debe mucho al de la novela folletinesca: apariciones insólitas de personajes, encuentros casuales, escenas melodramáticas, giros inesperados de la acción, sorpresas, recursos para suspender el ánimo del lector... 

Pero estas ideas, verdadera tela de araña, jamás aparecen en bruto, sino que se desarrollan en función de los personajes que las expresan, y en esto precisamente estriba su confusión y relatividad. 

La narración, a veces difusa y hasta caótica, nos atrapa por su fuerza, su grandeza y su ritmo fulgurante, arrollador, que hacen que la lectura de sus obras sea apasionante, pues, sin duda, si debemos destacar algo de su arte narrativo es la intensidad. 
No existe nada más humildemente humano que él; esa palabra, “humildad”, aparece una y otra vez en sus correspondencia y sus novelas. Dostoievski no se ha buscado nunca a sí mismo, se ha entregado apasionada y desatinadamente a su obra. Se ha perdido en cada uno de sus personajes, y por eso, se vuelve a encontrar en cada uno de ellos. Torpe cuando habla de sí, como se aprecia en sus cartas y diarios, pero elocuente cuando sus propias ideas las expresan los personajes. Dándoles vida Dostoievski se encuentra a sí mismo. 

Los azares de que está colmada la vida de Dostoievski, por trágicos que sean, para su obra sólo son superficiales, no la transcienden. Las pasiones que lo agitan parecen causarle un profundo trastorno, pero a mayor profundidad subsiste siempre intacta una región íntima, que ni acontecimientos ni pasiones logran alterar. 
Durante su destierro en Siberia, Dostoievski conoció a una mujer que le dio a leer el Evangelio, la única lectura oficialmente permitida en el presidio. La lectura y meditación de él fueron de una importancia capital. Todas las obras que escribió tras el destierro y “tropiezo” con el Evangelio aparecen saturadas de su doctrina y tener en cuanta esto nos ayudará a entender su pensamiento y su obra. 

Nada es menos gratuito que la obra de Dostoievski. Cada una de sus novelas es una especie de demostración. Pero el autor jamás pretende influir en nuestra opinión; lo que se propone es proporcionar esclarecimientos, poner de manifiesto ciertas verdades secretas que a él le deslumbran, que le parecen de la más alta importancia, las más importantes sin duda que el espíritu humano pueda alcanzar. Estas verdades no son de orden abstracto, ni están al margen del hombre, sino de orden íntimo, secretas en suma. 
Por otra parte, preservando sus obras de cualquier deformación, tales verdades o ideas permanecen sometidas al hecho profundamente incorporadas a la realidad. Y frente a la realidad humana Dostoievski mantiene una actitud humilde, sumisa, no intenta torcer el curso de los acontecimientos, ni inclinarlos en su provecho. 

“Una novela es un espejo que discurre a lo largo de un camino.” Esta frase de Saint-Réal es tomada por Stendhal para amparar su estética, convirtiéndose también en lema del Realismo, y no pocas novelas de la época de Dostoievski en Francia e Inglaterra se acogerán a ella. Nada está más alejado de esta fórmula que las obras de Dostoievski. Él crea una pintura, frente a un panorama, donde la luz irradia de un solo punto, mientras que en las obras de Stendhal o Tolstoi, la luz es constante, difusa, siempre la misma. Un libro de Dostoievski es como una pintura de Rembrandt, donde lo importante es la sombra. 

Pero, cuando Dostoievski nos conduce a través de las más extrañas regiones de la psicología, merece subrayarse la necesidad que experimenta de precisar el más nimio detalle realista, con intención de dejar sentada en lo posible la solidez de lo que pudiera parecernos fantástico e imaginario. 

Quizá debiéramos hablar, con Dostoievski, de “superrealismo”, pues su mirada profunda, va más allá... 
Pero, a pesar de que Dostoievski es sobre todo el gran “pintor de almas”, el maestro de la novela psicológica, en sus obras hace una extensa pintura social, ofreciéndonos un panorama completo de la Rusia de su tiempo, del campo a la ciudad, de los nobles orgullosos a las “pobres gentes”, pasando por los funcionarios, comerciantes, estudiantes... 

Su atención se centra en los desheredados preferentemente; la visión de la miseria ocupa en su obra páginas sobrecogedoras. 
Su pintura de ambientes es de un fortísimo relieve; aunque no es prolijo en las descripciones, acierta a darnos, con los rasgos justos, una impresión imborrable de los escenarios, sobre todo de los interiores. 
Es curioso observar cómo Dostoievski pasa de un libro a otro; muy interesante es descubrir cómo las últimas páginas de Crimen y castigo son la antesala de El idiota, o cómo pasa de éste a El eterno marido. 

En las novelas de Dostoievski el drama de ideas se desarrolla en función concreta de personajes y acontecimientos; así, los cuatro hermanos Karamázov son símbolos que representan una pugna ideológica, pero al mismo tiempo, sin duda lo más importante, representan un drama personal. La conclusión ideológica es parte integrante de la catástrofe personal de los protagonistas. 





7.- PERSONAJES 

Dostoievski en su obra presenta unos personajes que, sin la menor preocupación para mostrarse consecuentes consigo mismos, se acomodan complacientes a todas las contradicciones, a todas las negaciones de que su naturaleza es capaz. Parece que lo que le interesa a Dostoievski es la inconsecuencia. 
Existen sin duda en nuestro autor muchas cosas inexplicables, no tantas si admitimos la coexistencia en el hombre de sentimientos contradictorios. En la obra de Dostoievski esta coexistencia parece con frecuencia tanto más paradójica cuanto que los sentimientos de sus personajes alcanzan un clímax extremo, hasta una absurda exageración. 

Lo que en Dostoievski resulta desconcertante es la simultaneidad con que se produce tales desdoblamientos, y el hecho de que sus personajes sean plenamente conscientes de sus inconsecuencias y dualidad. 
Cualquiera de los seres de Dostoievski, cuando se halla preso de la emoción más viva, duda de si esta proviene del odio o del amor, los dos sentimientos se interfieren y se confunden. Sobre todo en los caracteres femeninos descubrimos un presentimiento de inconstancia. Todo esto lleva a sus personajes a las últimas consecuencias; así, casi todos son polígamos, como una satisfacción concedida a la complejidad de su naturaleza, son capaces de varios amores, y como consecuencia sufren la imposibilidad de mostrarse celosos, no saben ni pueden serlo. Sólo dolor y sufrimiento experimentan cuando les roen la envidia o los “celos”, pero no entraña odio hacia el rival. 

A pesar de la extraordinaria riqueza de su comedia humana, los personajes de Dostoievski se agrupan y van escalonándose no por su mayor o menor grado de bondad o según las cualidades de su corazón, sino según su cantidad de orgullo. 
Nuestro autor nos presenta, por un lado, a seres humildes, a algunos de los cuales esta humildad les llevará a la abyección, hasta regodearse, y por otro lado, a seres orgullosos; algunos llegarán al crimen incluso; éstos serán por lo general los más intelectuales. 

Más que los masculinos, serán los personajes femeninos los que se muevan a impulsos del orgullo; así Catalina Ivanovna en Los hermanos Karamázov o los personajes femeninos de El idiota. 
Los seres más humildes se hallan más cerca del Reino de Dios que los más nobles; el renunciamiento de sí mismo frente a la afirmación de la personalidad, la voluntad de poder y la exageración de la nobleza. Como en el Evangelio, el Reino pertenece a los pobres de espíritu; al amor se oponen tanto el rencor como las elucubraciones del cerebro. 

Sus personajes más peligrosos, más nocivos serán los más intelectuales. No quiere decir esto que la voluntad y la inteligencia de los personajes dostoievskanos sólo persigan el mal, pero sí que aun en los casos en que se esfuerzan en alcanzar el bien, la virtud que llegan a conseguir es una virtud orgullosa, que lleva a la perdición. Sus personajes sólo llegan al Reino de Dios prescindiendo de su inteligencia, abdicando su voluntad personal y haciendo un total renunciamiento de sí mismos. 
Los problemas políticos le parecen menos importantes que los sociales, y éstos mucho menos que los morales e individuales. Las verdades más profundas y vivas que plantea son de orden psicológico, y las ideas que plantea se reducen con frecuencia a meros interrogantes. Más que darles una solución pretende exponer tales problemas, su extrema complejidad y su continua interferencia, pues a menudo permanecen en un estado vago y difuso. Pero Dostoievski no es un pensador, sino un novelista; por eso, las ideas que más estima, las más sutiles y nuevas debemos hallarlas en las intenciones y afanes de sus personajes, y no siempre en los de primer término. 

Como antes vimos, las ideas de Dostoievski no son abstractas nunca, son consecuencia de los personajes que las expresan, pero no de estos tomados en conjunto, sino de un momento determinado de su vida. Son ideas relativas, en relación y función directa con un acto o un gesto del personaje necesario para que aquellas se manifiesten. 
En cada uno de sus grandes libros figura un epiléptico; así el príncipe Mischkin, de El idiota, como él mismo era. Esto nos ilustra acerca del papel que atribuía a la enfermedad en la formación de su ética. En el origen de toda reforma moral encontramos siempre un pequeño misterio fisiológico, una insatisfacción de la carne, una inquietud, una anomalía. Dostoievski crea un estado enfermizo por un tiempo, que sugiere a éste o a aquel personaje una fórmula de vida distinta. 

Los personajes de Dostoievski son, en definitiva, densos, enigmáticos, contradictorios, rebeldes a las cómodas definiciones que podemos hallar en la cristalización de las fórmulas. 
La novela psicológica moderna condenó al personaje, concebido tradicionalmente, en provecho del estudio psicológico en sí mismo. El personaje se disuelve para que pueda captarse mejor el estado psicológico. En nuestro autor se verifica este rasgo de la novela moderna, después de leer una de sus obras, se imponen obsesivamente las ideas, las dudas, las rabias, las desesperaciones... pero difícilmente se recuerdan los rostros, el color de los ojos, los gestos... de sus personajes. 

Pero, si bien no podemos formarnos una imagen visual de ellos, sí acabamos por conocer de un modo muy completo sus estados de ánimo, motivaciones, valoraciones, actitudes y deseos. 


8.- OBRA 

Cuando al principio hablamos de la vida de Dostoievski, fuimos también señalando cronológicamente su producción novelística. En este apartado fijaremos tres posibles etapas en la obra del escritor, citando en cada una de ellas las obras más importantes, y luego, hablaremos brevemente de sus libros más significativos: Crimen y castigo, El idiota, El adolescente y Los hermanos Karamázov. 
  • -1ª etapa. Desde sus comienzos hasta su deportación, en 1.849. 
    Pobres gentes (1.845), aún muy influida por Gógol, pero donde ya se advierte el interés del autor por el dolor humano y su amor por los humildes. El doble, Noches blancas... que son dos de los cuentos y novelas cortas de esta época; en ellas, junto al fiel reflejo de la realidad, se encuentran el lirismo y el humor. 
  • -2ª etapa. Se inicia con su regreso de Siberia en 1.859. 
    El mismo año de su regreso publica La aldea de Stepánchikovo, con agudas visiones del mundo campesino. Tras ella, compone ya dos obras maestras: Apuntes de la casa muerta (1.860), que recoge de forma sobrecogedora la vida en el penal siberiano, y Humillados y ofendidos (1.861), donde aparece el contraste dolorosa entre los débiles y una nobleza pervertida. 
  • -3ª etapa. A partir de 1.866, etapa cumbre de la obra dostoievskana. 
    Este año es el de la publicación de Crimen y castigo; en el mismo año publica El jugador, donde refleja una pasión que muy bien conocía. Le siguen El idiota (1.867), Demonios (1.871), El adolescente (1.875) y Los hermanos Karamázov (1.878-80). 


- Crimen y castigo: el problema ético. 

Es la historia de un joven estudiante, Raskolnikov, que comete un crimen por unos principios. A partir de complejas motivaciones que él mismo encuentra difícil analizar, mata a una vieja señora, prestamista, junto a su hermana, que de forma inesperada entra en la escena cuando está cometiendo el acto. Después del asesinato, se siente incapaz de hacer uso del dinero y de las joyas que ha tomado y las esconde. No hay ninguna prueba que lo relacione con el crimen, pero sus nervios están deshechos y su extraño comportamiento hacen sospechar al astuto detective encargado del caso. Antes de haber sido establecida su culpabilidad, el estudiante confiesa el crimen, y es condenado ocho años a Siberia, a donde le sigue una muchacha, Sonia, que ha estado ejerciendo la prostitución para ayudar a su familia. Raskolnikov parte a Siberia arrepentido, no de haber cometido el crimen, sino de no haber sabido mantenerse; pero, después de una enfermedad sufrida en prisión, se produce su conversión bajo la influencia de Sonia. 
El tema del libro es el análisis de los motivos del crimen y las reacciones que éste produce en el asesino, y junto a esto, Dostoievski analiza el problema de las relaciones del ego y el mundo que le rodea, entre individuo y sociedad, que, en realidad, es el problema central de la ética y de la matafísica.


- El idiota: el ideal ético. 

El protagonista, Mishkin, un antiguo príncipe de una casa rusa, padece ataques epilépticos. Desde su juventud, la enfermedad ha deteriorado sus facultades mentales y su salud física. Regresa a Rusia, casi curado, para tomar posesión de una herencia. Dos mujeres se enamoran de él, la hija menor de un general y la (desdeñada) amante de un rico comerciante. Medio enamorado de las dos, se dispone a casarse con la segunda por motivos de piedad, pero ella, para librarle del sacrificio, huye en el último memento con otro pretendiente, el cual, enloquecido por los celos, la mata. Y el príncipe y el asesino pasan una noche juntos velando el cadáver en estado de putrefacción. El asesino se marcha a Siberia; la hija del general se casa con un aventurero estafador que pronto la abandona. Y el príncipe regresa a Suiza en un estado de postración física, nuevamente afectado por desequilibrios mentales. Hay dos tramas secundarias, una de las cuales culmina con un intento de suicidio de un joven que se está muriendo lentamente de tisis. 
El simple resumen del argumento puede parecernos un desbarajuste. Pero no es así. Es la obra más trágica y dolorosa de todas las novelas de Dostoievski, pero, a pesar de ello, o quizá por ello, es la más serena y equilibrada, serenidad que no se encuentra en sus otras novelas. 
Mishkin no pertenece a nuestro mundo. Es una visión que, quizá, nunca llega a ser del todo real. Pero encarna la expresión literaria más perfecta, por muy quimérica que sea, del ideal ético ruso. El tema de esta obra es la relación entre este extraño y quimérico mundo y el mundo que conocemos. 

- El adolescente: Dostoievski psicólogo. 

En El diario de un escritor, 1.876, Dostievski escribía: 
“Así pues, por el momento escribí El adolescente como primer ensayo de mi idea... Tomé un alma aún pura, pero ya amenazada por la posibilidad de la corrupción moral, el odio a su propia insignificancia y a su propia ilegitimidad, la amplitud del alma que, aunque pura, cobija también pensamientos de vicio que se cuecen en el corazón y se desatan en sueños -sueños modestos, pero ya atrevidos y tormentosos- . Todo esto quedaba a merced de su fortaleza de espíritu, de su racionalidad, y, desde luego, de Dios. Tales son los proscritos de la sociedad, los miembros fortuitos de las familias fortuitas.” 

- Los hermanos Karamázov: Dostoievski profeta. 

Dostoievski vive en sus últimos años un enorme fervor religioso, Cristo encarna su ideal ético. 
Los hermanos Karamázov es una novela épica de casi 400.000 palabras. Intentar definir su contenido puede dar lugar a descripciones tan inadecuadas como describir la Iliada como un poema sobre la ira de Aquiles. La clave del argumento, una idea posterior a la concepción original de la novela, es el asesinato del padre de los tres hermanos, un monstruo rebelde pero impresionante, lleno de lujuria y libertinaje. Él y Dimitri habían rivalizado por tener a una misma mujer, una prostituta; se habían cruzado palabras duras y golpes, y habían proferido amenazas en presencia de todo el mundo. Y cuando se halló al viejo asesinado, lógicamente todas las sospechas recayeron sobre él. El asesino verdadero es Smerdiakov, el hijo ilegítimo del viejo. Pero es Iván Karamázov, el hijo menor, el que mató al padre en el terreno de los principios, fue su agnosticismo el que, inculcado a Smerdiakov y llevado a la práctica por él, con todas sus consecuencias lógicas, inspiró el crimen. Después de que Smerdiakov se ahorcase y Dimitri fuera enviado a Siberia por el asesinato no cometido por él, Iván se vuelve loco, consciente de su culpabilidad esencial en el crimen. 
Dimitri es el personaje más humano y más puramente ruso de creado por Dostoievski. 
Los problemas que plantea Dostoievski en esta obra son los mismos que se encuentran en todos los apologistas de la religión cristiana: el pecado y el sufrimiento. 





9.- BIBLIOGRAFÍA 

- Teoría literaria. René Wallek y Austin Warren. Editorial Gredos. 

- Teoría de la literatura. Vítor Manuel de Aguiar e Silva. Editorial Gredos. 

- Movimientos literarios. José María Valverde. Salvat Editores.

- Dostoievski. André Gide. Plaza & Janés. 

- Curso de literatura rusa. Vladimir Nabokov. 

- Dostoievski 1.821-1.881. Lectura crítico - biográfica. Edward H. Carr. Editorial Laia. 



Nayra Pérez Hernández 


domingo, 20 de enero de 2013

"El jugador". Fragmentos para clase



EL JUGADOR (Fragmentos)
FINAL DEL CAPÍTULO I.
Polina rompió a reír.
-La última vez, en el Schlangenberg, dijo usted que a la primera palabra mía estaba dispuesto a tirarse de cabeza desde allí, desde una altura, según parece, de mil pies. Alguna vez pronunciaré esa palabra, aunque sólo sea para ver cómo paga usted lo que se pida, y puede estar seguro de que seré inflexible. Me es usted odioso, justamente porque le he permitido tantas cosas, y más odioso aún porque le necesito. Pero mientras le necesite, tendré que ponerle a buen recaudo.
Se dispuso a levantarse. Hablaba con irritación. Últimamente, cada vez que hablaba conmigo, terminaba el coloquio en una nota de enojo y furia, de verdadera furia.
-Permítame preguntarle: ¿qué clase de persona es mademoiselle Blanche? -dije, deseando que no se fuera sin una explicación.
-Usted mismo sabe qué clase de persona es mademoiselle Blanche. No hay por qué añadir nada a lo que se sabe hace tiempo. Mademoiselle Blanche será probablemente esposa del general, es decir, si se confirman los rumores sobre la muerte de la abuela, porque mademoiselle Blanche, lo mismo que su madre y que su primo el marqués, saben muy bien que estamos arruinados.
-¿Y el general está perdidamente enamorado?
-No se trata de eso ahora. Escuche y tenga presente lo que le digo: tome estos setecientos florines y vaya a jugar; gáneme cuanto pueda a la ruleta; necesito ahora dinero de la forma que sea.
Dicho esto, llamó a Nadyenka y se encaminó al Casino, donde se reunió con el resto de nuestro grupo. Yo, pensativo y perplejo, tomé por la primera vereda que vi a la izquierda. La orden de jugar a la ruleta me produjo el efecto de un mazazo en la cabeza. Cosa rara, tenía bastante de qué preocuparme y, sin embargo, aquí estaba ahora, metido a analizar mis sentimientos hacia Polina. Cierto era que me había sentido mejor durante estos quince días de ausencia que ahora, en el día de mi regreso, aunque todavía en el camino desatinaba como un loco, respingaba como un azogado, y a veces hasta en sueños la veía. Una vez (esto pasó en Suiza), me dormí en el vagón y, por lo visto, empecé a hablar con Polina en voz alta, dando mucho que reír a mis compañeros de viaje. Y ahora, una vez más, me hice la pregunta: ¿la quiero?
Y una vez más no supe qué contestar; o, mejor dicho, una vez más, por centésima vez, me contesté que la odiaba. Sí, me era odiosa. Había momentos (cabalmente cada vez que terminábamos una conversación) en que hubiera dado media vida por estrangularla. Juro que si hubiera sido posible hundirle un cuchillo bien afilado en el seno, creo que lo hubiera hecho con placer. Y, no obstante, juro por lo más sagrado que si en el Schlangenberg, en esa cumbre tan a la moda, me hubiera dicho efectivamente: «¡Tírese!», me hubiera tirado en el acto, y hasta con gusto. Yo lo sabía. De una manera u otra había que resolver aquello. Ella, por su parte, lo comprendía perfectamente, y sólo el pensar que yo me daba cuenta justa y cabal de su inaccesibilidad para mí, de la imposibilidad de convertir mis fantasías en realidades, sólo el pensarlo, estaba seguro, le producía extraordinario deleite; de lo contrario, ¿cómo podría, tan discreta e inteligente como es, permitirse tales intimidades y revelaciones conmigo? Se me antoja que hasta entonces me había mirado como aquella emperatriz de la antigüedad que se desnudaba en presencia de un esclavo suyo, considerando que no era hombre. Sí, muchas veces me consideraba como sí no fuese hombre...
Pero, en fin, había recibido su encargo: ganar a la ruleta de la manera que fuese. No tenía tiempo para pensar con qué fin y con cuánta rapidez era menester ganar y qué nuevas combinaciones surgían en aquella cabeza siempre entregada al cálculo. Además, en los últimos quince días habían entrado en juego nuevos factores, de los cuales aún no tenía idea. Era preciso averiguar todo ello, adentrarse en muchas cuestiones y cuanto antes mejor. Pero de momento no había tiempo. Tenía que ir a la ruleta.

CAPÍTULO V.
-Me es igual -proseguí-. Sepa que hay peligro en que nos paseemos juntos; más de una vez he sentido el deseo irresistible de golpearla, de desfigurarla, de estrangularla. ¿Y cree usted que las cosas no llegarán a ese extremo? Usted me lleva hasta el arrebato. ¿Cree que temo el escándalo? ¿El enojo de usted? ¿Y a mí qué me importa su enojo? Yo la quiero sin esperanza y sé que después de esto la querré mil veces más. Si algún día la mato tendré que matarme yo también (ahora bien, retrasaré el matarme lo más posible para sentir el dolor intolerable de no tenerla). ¿Sabe usted una cosa increíble? Que con cada día que pasa la quiero a usted más, lo que es casi imposible. Y después de esto, ¿cómo puedo dejar de ser fatalista? Recuerde que anteayer, provocado por usted, le dije en el Schlangenberg que con sólo pronunciar usted una palabra me arrojaría al abismo. Si la hubiera pronunciado me habría lanzado. ¿No cree usted que lo hubiera hecho?
-¡Qué cháchara tan estúpida! -exclamó.
-Me da igual que sea estúpida o juiciosa -respondí-. Lo que sé es que en presencia de usted necesito hablar, hablar, hablar... y hablo. Ante usted pierdo por completo el amor propio y todo me da lo mismo.
. -¿Y con qué razón le mandaría tirarse desde el Schlangenberg? Eso para mí no tendría ninguna utilidad.
-¡Magnífico! -exclamé-. De propósito, para aplastarme, ha usado usted esa magnífica expresión «ninguna utilidad». Para mí es usted transparente. ¿Dice que «ninguna utilidad»? La satisfacción es siempre útil; y el poder feroz sin cortapisas, aunque sea sólo sobre una mosca, es también una forma especial de placer. El ser humano es déspota por naturaleza y muy aficionado a ser verdugo. Usted lo es en alto grado.

CAPÍTULO VI.
Han pasado ya veinticuatro horas desde ese día estúpido, ¡y cuánto jaleo, escándalo, bulle-bulle y aspaviento! ¡Qué confusión, qué embrollo, qué necedad, qué ordinariez ha habido en esto, de todo lo cual he sido yo la causa! A veces, sin embargo, me parece cosa de risa, a mí por lo menos. No consigo explicarme lo que me sucedió: ¿estaba, en efecto, fuera de mí o simplemente me salí un momento del carril y me porté como un patán merecedor de que lo aten? A veces me parece que estoy ido de la cabeza, pero otras creo que soy un chicuelo no muy lejos todavía del banco de la escuela, y que lo que hago son sólo burdas chiquilladas de escolar.
Ha sido Polina, todo ello ha sido obra de Polina. Sin ella no hubiera habido esas travesuras. ¡Quién sabe! Acaso lo hice por desesperación (por muy necio que parezca suponerlo). No comprendo, no comprendo en qué consiste su atractivo. En cuanto a hermosa, lo es, debe de serlo, porque vuelve locos a otros hombres. (…)

Por otra parte, yo en realidad no quería enfurecer al general; pero sí quería enfurecer a Polina. Polina me había tratado tan cruelmente, me había puesto en situación tan estúpida que quería obligarla a que me pidiera ella misma que cesara en mis actos. Mis travesuras Podían llegar a comprometerla, sin contar que en mí iban surgiendo otras emociones y apetencias; porque si ante ella me veo reducido voluntariamente a la nada, eso no significa que sea un «gallina» ante otras gentes, ni por supuesto que pueda el barón «darme de bastonazos». Lo que yo deseaba era reírme de todos ellos y salir victorioso en este asunto. ¡Que mirasen bien! Quizá ella se asustaría y me llamaría de nuevo. Y si no lo hacía, vería de todos modos que no soy un «gallina».

CAPÍTULO XIII.
Ha pasado ya casi un mes desde que toqué por última vez estos apuntes míos que comencé bajo el efecto de impresiones tan fuertes como confusas. La catástrofe, cuya inminencia presentía, se produjo efectivamente, pero cien veces más devastadora e inesperada de lo que había pensado. En todo ello había algo extraño, ruin y hasta trágico, por lo menos en lo que a mí atañía. Me ocurrieron algunos lances casi milagrosos, o así los he considerado desde entonces, aunque bien mirado y, sobre todo, a juzgar por el remolino de sucesos a que me vi arrastrado entonces, quizá ahora quepa decir solamente que no fueron del todo ordinarios. Para mí, sin embargo, lo más prodigioso fue mi propia actitud ante estas peripecias. ¡Hasta ahora no he logrado comprenderme a mí mismo! Todo ello pasó flotando como un sueño, incluso mi pasión, que fue pujante y sincera, pero... ¿qué ha sido ahora de ella? Es verdad que de vez en cuando cruza por mi mente la pregunta: «¿No estaba loco entonces? ¿No pasé todo ese tiempo en algún manicomio, donde quizá todavía estoy, hasta tal punto que todo eso me pareció que pasaba y aun ahora sólo me parece que pasó?».
He recogido mis cuartillas y he vuelto a leerlas (¿quién sabe si las escribí sólo para convencerme de que no estaba en una casa de orates?). Ahora me hallo enteramente solo. Llega el otoño, amarillean las hojas. Estoy en este triste poblacho (¡oh, qué tristes son los poblachos alemanes!), y en lugar de pensar en lo que debo hacer en adelante, vivo influido por mis recientes sensaciones, por mis recuerdos aún frescos, por esa tolvanera aún no lejana que me arrebató en su giro y de la cual acabé por salir despedido. -A veces se me antoja que todavía sigo dando vueltas en el torbellino, y que en cualquier momento la tormenta volverá a cruzar rauda, arrastrándome consigo, que perderé una vez más toda noción de orden, de medida, y que seguiré dando vueltas y vueltas y vueltas...
Pero pudiera echar raíces en algún sitio y dejar de dar vueltas si, dentro de lo posible, consigo explicarme cabalmente lo ocurrido este mes. Una vez más me atrae la pluma, amén de que a veces no tengo otra cosa que hacer durante las veladas. ¡Cosa rara! Para ocuparme en algo, saco prestadas de la mísera biblioteca de aquí las novelas de Paul de Kock (¡en traducción alemana!), que casi no puedo aguantar, pero las leo y me maravillo de mí mismo: es como si temiera destruir con un libro serio o con cualquier otra ocupación digna el encanto de lo que acaba de pasar. Se diría que este sueño repulsivo, con las impresiones que ha traído consigo, me es tan amable que no permito que nada nuevo lo roce por temor a que se disipe en humo. ¿Me es tan querido todo esto? Sí, sin duda lo es. Quizá lo recordaré todavía dentro de cuarenta años...
Así, pues, me pongo a escribir. Sin embargo, todo ello se puede contar ahora parcial y brevemente: no se puede, en absoluto, decir lo mismo de las impresiones... (…)

Yo, naturalmente, había evitado hablar con ella y no la había visto (apenas) desde mi aventura con los Burmerhelm. Cierto es que a veces me había mostrado petulante y bufonesco, pero a medida que pasaba el tiempo sentía rebullir en mí verdadera indignación. Aunque no me tuviera ni pizca de cariño, me parecía que no debía pisotear así mis sentimientos ni recibir con tanto despego mis confesiones. Ella bien sabía que la amaba de verdad, y me toleraba y consentía que le hablara de mi amor. Cierto es que ello había surgido entre nosotros de modo extraño. Desde hacía ya bastante tiempo, cosa de dos meses a decir verdad, había comenzado yo a notar que quería hacerme su amigo, su confidente, y que hasta cierto punto lo había intentado; pero dicho propósito, no sé por qué motivo, no cuajó entonces; y en su lugar habían surgido las extrañas relaciones que ahora teníamos, lo que me llevó a hablar con ella como ahora lo hacía. Pero si le repugnaba mi amor, ¿por qué no me prohibía sencillamente que hablase de él?
No me lo prohibía; hasta ella misma me incitaba alguna vez a hablar y .... claro, lo hacía en broma. Sé de cierto -lo he notado bien- que, después de haberme escuchado hasta el fin y soliviantado hasta el colmo, le gustaba desconcertarme con alguna expresión de suprema indiferencia y desdén. Y, no obstante, sabía que no podía vivir sin ella. Habían pasado ya tres días desde el incidente con el barón y yo ya no podía soportar nuestra separación. Cuando poco antes la encontré en el Casino, me empezó a martillar el corazón de tal modo que perdí el color. ¡Pero es que ella tampoco podía vivir sin mí! Me necesitaba y, ¿pero es posible que sólo como bufón o hazmerreír?
Tenía un secreto, ello era evidente. Su conversación con la abuela fue para mí una dolorosa punzada en el corazón. Mil veces la había instado a ser sincera conmigo y sabía que estaba de veras dispuesto a dar la vida por ella; y, sin embargo, siempre me tenía a raya, casi con desprecio, y en lugar del sacrificio de mi vida que le ofrecía me exigía una travesura como la de tres días antes con el barón. ¿No era esto una ignominia? ¿Era posible que todo el mundo fuese para ella ese francés? ¿Y míster Astley? Pero al llegar a este punto, el asunto se volvía absolutamente incomprensible, y mientras tanto... ¡ay, Dios, qué sufrimiento el mío!
Cuando llegué a casa, en un acceso de furia cogí la pluma y le garrapateé estos renglones:
«Polina Aleksandrovna, veo claro que ha llegado el desenlace, que, por supuesto, la afectará a usted también. Repito por última vez: ¿necesita usted mi vida o no? Si la necesita, para lo que sea, disponga de ella. Mientras tanto esperaré en mi habitación, al menos la mayor parte del tiempo, y no iré a ninguna parte. Si es necesario, escríbame o llámeme.»

CAPÍTULO XIV.
Sí, a veces la idea más delirante, la que parece más imposible, se le clava a uno en la cabeza con tal fuerza que acaba por juzgarla realizable... Más aún, si esa idea va unida a un deseo fuerte y apasionado acaba uno por considerarla a veces como algo fatal, necesario, predestinado, como algo que es imposible que no sea, que no ocurra. Quizá haya en ello más: una cierta combinación de presentimientos, un cierto esfuerzo inhabitual de la voluntad, un autoenvenenamiento de la propia fantasía, o quizá otra cosa... no sé. Pero esa noche (que en mi vida olvidaré) me sucedió una maravillosa aventura. Aunque puede ser justificada por la aritmética, lo cierto es que para mí sigue siendo todavía milagrosa. ¿Y por qué, por qué se arraigó en mí tan honda y fuertemente esa convicción y sigue arraigada hasta el día de hoy? Cierto es que ya he reflexionado sobre esto -repito-, no cómo sobre un caso entre otros (y, por lo tanto, que puede no ocurrir entre otros), sino como sobre algo que tenía que producirse irremediablemente. (…)

Ahora bien, no sé por qué extraño capricho, cuando noté que el rojo había salido siete veces seguidas, continué apostando a él. Estoy convencido de que en ello terció un tanto el amor propio: quería asombrar a los mirones con mi arrojo insensato y -¡oh, extraño sentimiento!- recuerdo con toda claridad que, efectivamente, sin provocación alguna de mi orgullo, me sentí de repente arrebatado por una terrible apetencia de riesgo. Quizá después de experimentar tantas sensaciones, mi espíritu no estaba todavía saciado, sino sólo azuzado por ellas, y exigía todavía más sensaciones, cada vez más fuertes, hasta el agotamiento final. Y, de veras que no miento: si las reglas del juego me hubieran permitido apostar cincuenta mil florines de una vez, los hubiera apostado seguramente. En torno mío gritaban que esto era insensato, que el rojo había salido por decimocuarta vez.
-Monsieur a gagné déjà cent mille florins -dijo una voz junto a mí.
De pronto volví en mí. ¿Cómo? ¡Había ganado esa noche cien mil florines! ¿Qué más necesitaba? Me arrojé sobre los billetes, los metí a puñados en los bolsillos, sin contarlos, recogí todo el oro, todos los fajos de billetes, y salí corriendo del casino. En torno mío la gente reía al verme atravesar las salas con los bolsillos abultados y al ver los trompicones que me hacía dar el peso del oro. Creo que pesaba bastante más de veinte libras. Varias manos se alargaron hacia mí. Yo repartía cuanto podía coger, a puñados. Dos judíos me detuvieron a la salida.
-¡Es usted audaz! ¡Muy audaz! -me dijeron-, pero márchese sin falta mañana por la mañana, lo más temprano posible; de lo contrario lo perderá todo, pero todo...
No les hice caso. La avenida estaba oscura, tanto que me era imposible distinguir mis propias manos. Había media versta hasta el hotel. Nunca he tenido miedo a los ladrones ni a los atracadores, ni siquiera cuando era pequeño. Tampoco pensaba ahora en ellos. A decir verdad, no recuerdo en qué iba pensando durante el camino; tenía la cabeza vacía de pensamientos. Sólo sentía un enorme deleite: éxito, victoria, poderío, no sé cómo expresarlo. Pasó ante mí también la imagen de Polina. Recordé y me di plena cuenta de que iba a su encuentro, de que pronto estaría con ella, de que le contaría, le mostraría .... pero apenas recordaba ya lo que me había dicho poco antes, ni por qué yo había salido; todas esas sensaciones recientes, de hora y media antes, me parecían ahora algo sucedido tiempo atrás, algo superado, vetusto, algo que ya no recordaríamos, porque ahora todo empezaría de nuevo. Cuando ya llegaba casi al final de la avenida me sentí de pronto sobrecogido de espanto: «¿Y si ahora me mataran y robaran?». Con cada paso mi temor se redoblaba. Iba corriendo. Pero al final de la avenida surgió de pronto nuestro hotel, rutilante de luces innumerables. ¡Gracias a Dios, estaba en casa!
Subí corriendo a mi piso y abrí de golpe la puerta. Polina estaba allí, sentada en el sofá y cruzada de brazos ante una bujía encendida. Me miró con asombro y, por supuesto, mi aspecto debía de ser bastante extraño en ese momento. Me planté frente a ella y empecé a arrojar sobre la mesa todo mi montón de dinero.

CAPÍTULO XV
De pronto se apartó de la ventana, se acercó a la mesa y, mirándome con una expresión de odio infinito con los labios temblorosos de furia, me dijo:
-¡Bien, ahora dame mis cincuenta mil francos!
-Polina, ¿otra vez? ¿otra vez? -empecé a decir.
-¿O es que lo has pensado mejor? ¡ja, ja, ja! ¿Quizá ahora te arrepientes?
En la mesa había veinticinco mil florines contados ya la noche antes. Los tomé y se los di.
-¿Con que ahora son míos? ¿No es eso, no es eso? -me preguntó aviesamente con el dinero en las manos.
-¡Siempre fueron tuyos! -dije yo.
-¡Pues ahí tienes tus cincuenta mil francos! -levantó el brazo y me los tiró. El paquete me dio un golpe cruel en la cara y el dinero se desparramó por el suelo. Hecho esto, Polina salió corriendo del cuarto.
Sé, claro, que en ese momento no estaba en su juicio, aunque no comprendo esa perturbación temporal. Cierto es que aun hoy día, un mes después, sigue enferma. ¿Pero cuál fue la causa de ese estado suyo y, sobre todo, de esa salida? ¿El amor propio lastimado? ¿La desesperación por haber decidido venir a verme? ¿Acaso di muestra de jactarme de mi buena fortuna, de que, al igual que Des Grieux, quería desembarazarme de ella regalándole cincuenta mil francos? Pero no fue así; lo sé por mi propia conciencia. Pienso que su propia vanidad tuvo parte de la culpa; su vanidad la incitó a no creerme, a injuriarme, aunque quizá sólo tuviera una idea vaga de ello. En tal caso, por supuesto, yo pagué por Des Grieux y resulté responsable, aunque quizá no en demasía. Es verdad que era sólo un delirio; también es verdad que yo sabía que se hallaba en estado delirante, y .. no lo tomé en cuenta.
Acaso no me lo pueda perdonar ahora. Sí, ahora, pero entonces?, ¿y entonces? ¿Es que su enfermedad y delirio eran tan graves que había olvidado por completo lo que hacía cuando vino a verme con la carta de Des Grieux? ¡Claro que sabía lo que hacía!

CAPÍTULO XVII
 En efecto, fui entonces a Homburg, pero ... más tarde estuve otra vez en Roulettenburg, estuve también en Spa, estuve incluso en Baden, adonde fui como ayuda de cámara del Consejero Hinze, un bribón que fue mi amo aquí. Sí, también serví de lacayo ¡nada menos que cinco meses! Eso fue recién salido de la cárcel (porque estuve en la cárcel en Roulettenburg por una deuda contraída aquí. Un desconocido me sacó de ella. ¿Quién sería? ¿Míster Astley? ¿Polina? No sé, pero la deuda fue pagada, doscientos táleros en total, y fui puesto en libertad). ¿En dónde iba a meterme? Y entré al servicio de ese Hinze. Es éste un hombre joven y voluble, amante de la ociosidad, y yo sé hablar y escribir tres idiomas. Al principio entré a trabajar con él en calidad de secretario o algo por el estilo, con treinta gulden al mes, pero acabé como verdadero lacayo, porque llegó el momento en que sus medios no le permitieron tener un secretario y me rebajó el salario. Como yo no tenía adonde ir, me quedé, y de esa manera, por decisión propia, me convertí en lacayo. En su servicio no comí ni bebí lo suficiente, con lo que en cinco meses ahorré setenta gulden. Una noche, en Baden, le dije que quería dejar su servicio, y esa misma noche me fui a la ruleta. ¡Oh, cómo me martilleaba el corazón! No, no era el dinero lo que me atraía. Lo único que entonces deseaba era que todos estos Hinze, todos estos Oberkellner, todas estas magníficas damas de Baden hablasen de mí, contasen mi historia, se asombrasen de mí, me colmaran de alabanzas y rindieran pleitesía a mis nuevas ganancias. Todo esto son quimeras y afanes pueriles, pero... ¿quién sabe?, quizá tropezaría con Polina y le contaría -y ella vería- que estoy por encima de todos estos necios reveses del destino. ¡Oh, no era el dinero lo que me tentaba! Seguro estoy de que lo hubiera despilfarrado una vez más en alguna Blanche y de que una vez más me hubiera paseado en coche por París durante tres semanas, con un tronco de mis propios caballos valorados en dieciséis mil francos; porque la verdad es que no soy avaro; antes bien, creo que soy un manirroto. Y sin embargo, ¡con qué temblor, con qué desfallecimiento del corazón escucho el grito del crupier: trente et un, rouge, impaire et passe, o bien: quatre, noir, pair et manque! icon qué avidez miro la mesa de juego, cubierta de luises, federicos y táleros, las columnas de oro, el rastrillo del crupier que desmorona en montoncillos, como brasas candentes, esas columnas o los altos rimeros de monedas de plata en torno a la rueda. Todavía, cuando me acerco a la sala de juego, aunque haya dos habitaciones de por medio, casi siento un calambre al oír el tintín de las monedas desparramadas.
Ah, esa noche en que llegué a la mesa de juego con mis setenta gulden fue también notable. Empecé con diez gulden, una vez más enpasse. Perdí. Me quedaban sesenta gulden en plata; reflexioné y me decidí por el zéro. Comencé a apuntar al zéro cinco gulden por puesta, y a la tercera salió de pronto el zéro; casi desfallecí de gozo cuando me entregaron ciento setenta y cinco gulden. No había sentido tal alegría ni siquiera aquella vez que gané cien mil gulden; seguidamente aposté cien gulden al rojo, y salió; los doscientos al rojo, y salió; los cuatrocientos al negro, y salió; los ochocientos al manque, y salió; contando lo anterior hacía un total de mil setecientos gulden, ¡y en menos de cinco minutos! Sí, en tales momentos se olvidan todos los fracasos anteriores. Porque conseguí esto arriesgando más que la vida; me atreví a arriesgar... y me pude contar de nuevo entre los hombres. (…)

¡No, no tiene razón! Si bien yo me mostré áspero y estúpido con respecto a Polina y Des Grieux, él se mostró áspero y estúpido con respecto a los rusos. De mí mismo no digo nada. Sin embargo.... sin embargo, no se trata de eso ahora. ¡Todo eso son palabras, palabras y palabras, y lo que hace falta son hechos! ¡Ahora lo importante es Suiza! Mañana... ¡oh, si fuera posible irse de aquí mañana! Regenerarse, resucitar. Hay que demostrarles... Que Polina sepa que todavía puedo ser un hombre. Basta sólo con ... ahora, claro, es tarde, pero mañana... ¡Oh tengo un presentimiento, y no puede ser de otro modo! Tengo ahora quince luises y empecé con quince gulden. Si comenzara con cautela... ¡pero de veras, de verás que soy un chicuelo! ¿De veras que no me doy cuenta de que estoy perdido? Pero... ¿por qué no puedo volver a la vida? Sí, basta sólo con ser prudente y perseverante, aunque sólo sea una vez en la vida... y eso es todo. Basta sólo con mantenerse firme una sola vez en la vida y en una hora puedo cambiar todo mi destino. Firmeza de carácter, eso es lo importante. Recordar sólo lo que me ocurrió hace siete meses en Roulettenburg, antes de mis pérdidas definitivas en el juego. ¡Ah, ése fue un ejemplo notable de firmeza: lo perdí todo entonces, todo... salí del casino, me registré los bolsillos, y en el del chaleco me quedaba todavía un gulden: «¡Ah. al menos me queda con qué comer! », pensé, pero cien pasos más adelante cambié de parecer y volví al casino. Aposté ese gulden a manque (esa vez fue a manque) y, es cierto, hay algo especial en esa sensación, cuando está uno solo, en el extranjero, lejos de su patria, de sus amigos, sin saber si va a comer ese día, y apuesta su último gulden, así como suena, el último de todos. Gané y al cabo de veinte minutos salí del casino con ciento setenta gulden en el bolsillo. ¡Así sucedió, sí! ¡Eso es lo que a veces puede significar el último gulden! ¿Y qué hubiera sido de mí si me hubiera acobardado entonces, si no me hubiera atrevido a tomar una decisión?
¡Mañana, mañana acabará todo!







sábado, 12 de enero de 2013

PRENSA. "Kafka: la solución a un enigma". Fernando Bermejo Rubio

   En "El País":

Kafka: la solución a un enigma

Por:  12 de enero de 2013
KafkaDibujo
por FERNANDO BERMEJO RUBIO
Todo el mundo, incluyendo al gremio de la crítica literaria, cree saber qué cuenta Franz Kafka en La transformación (¡no La metamorfosis!), el relato considerado obra emblemática de la literatura moderna y cuyo centenario acabamos de celebrar: Gregor Samsa se metamorfosea en un bicho-insecto, conjurando así el carácter absurdo y opaco de nuestra civilización. Pero ¿y si todo el mundo estuviera equivocado y no hubiera aquí nada grotesco ni inescrutable?
¿Se han preguntado alguna vez por qué, si la intención de Kafka hubiera sido narrar la metamorfosis de un hombre en insecto, se nos habla de su sangre y su carne, de sus lágrimas y su risa, de su cuello y sus orificios nasales, de su posición erguida y de sus discursos? Extraño insecto, a fe mía. ¿Por qué los familiares se refieren a su posible “mejoría”, por qué su madre le llama “mi desdichado hijo”, por qué su hermana entra en su habitación a horas fijas para ventilarla y alimentarlo, por qué todos se santiguan ante su cadáver? ¡Sorprendente manera de tratar a un monstruoso bicho! Si los kafkólogos tuvieran razón, el judío de Praga sería un escritor incompetente.
Pero si prescindimos de la supuesta metamorfosis y leemos con atención, hallamos una narración perfectamente inteligible, que tiene como protagonista a un hombre ingenuo y emocionalmente frágil que se pliega en demasía a los intereses de su familia e interioriza los juicios ajenos con excesiva facilidad. La historia –que tiene su verdadero comienzo cinco años atrás, cuando se produce la quiebra del negocio paterno– revela un hogar infame donde Gregor es víctima de una familia ociosa y sin muchos escrúpulos, a la que mantiene mientras se desloma trabajando. Este hombre agotado un día cae enfermo, y –entreviendo que, para los suyos, vale solo mientras les sirve– comienza a percibirse tal como los otros le verán: como un bicho, un ser insignificante y deleznable. Y, en efecto, aunque Gregor se debate entre la autoafirmación y la sumisión, el rechazo que sufre le hará asumir paulatinamente la visión de sus verdugos, según la cual él –la víctima– es un ser miserable, nada sino un bicho.
KafakWarholimagesCAN6B0MYAhora bien, ¿quién nos cuenta esta historia? Aunque el relato está narrado en tercera persona, en realidad la voz narrativa no es omnisciente, sino que refleja una perspectiva limitada, que coincide esencialmente con la del propio protagonista. ¡Esto significa que La transformación está contada en la perspectiva de una víctima! Si un secuestro fuese narrado por un aquejado del síndrome de Estocolmo, o un abuso sexual por alguien bloqueado por una dependencia emocional hacia su agresor, ¿cuánta verdad cabría esperar de semejante narración?
Precisamente aquí se despeja la solución al enigma, pues cuando la propia víctima llega a compartir la visión del círculo victimario la verdad misma desaparece, imponiéndose como “verdad” una versión distorsionada en la que la víctima es presentada como un ser infrahumano. Los nazis llamaban “bichos” a los judíos. Durante el genocidio ruandés, los hutu llamaban a los tutsi inyenzi (“cucarachas”).
Esta completa sustitución de la verdad por la mentira victimaria ha sido magistralmente reflejada por Kafka en La transformación. De este modo se entiende el relato en toda su complejidad, así como el hecho aleccionador y terrible de que, si bien este está plagado de indicios de la genuina humanidad del protagonista, apenas nadie repare en ellos. Como en el célebre experimento en el que la presencia de un gorila no es percibida por los espectadores que tienen su atención fija en el movimiento de una pelota, el ser humano resulta invisible para quienes están obsesionados con las vicisitudes del presunto insecto. Las implicaciones para nuestra herencia cultural son tan inmensas como inquietantes.
Kafka sondeó el mal que reina en nuestro mundo y los modos en que pasa inadvertido. Recién cumplidos los cien años de su despertar literario, deberíamos desechar de una vez la cháchara del “absurdo” y lo “ininteligible”, y comenzar a reconocer en su obra una despiadada lección de lucidez.
..................................
FERNANDO BERMEJO RUBIO es doctor en Filosofía y máster en Historia de las Religiones. Autor de, entre otros, El maniqueísmo. Estudio introductorio (Trotta, 2008) y coautor de Textos gnósticos. Biblioteca de Nag Hammadi (3 vols. Trotta, 1997-2000).