jueves, 17 de febrero de 2011

DOSTOIEVSKI. "El jugador". Prólogo de Carlos Pujol

   Prólogo escrito por Carlos Pujol para la edición de la "Biblioteca Básica Salvat. Libro RTV", de 1969:








domingo, 6 de febrero de 2011

DOSTOIEVSKI. Biografía, por Stefan Zweig

DOSTOIEVSKI. LA TRAGEDIA DE SU VIDA
                                                   Por STEFAN ZWEIG


                                                                                                        Non vi si pensa quanto sangue costa.
                                                                                                                                                    DANTE.

   El primer sentimiento, ante Dostoiewski, es siempre el de terror; el segundo, el de grandeza. Igual su destino. A la mirada superficial, este destino se representa tan cruel, tan vil, como al principio su rostro terroso y vulgar. Martirio insensato es lo que clama la primera sensación de quien lo contempla, y ve cómo estos sesenta años torturan el frágil cuerpo con todos los instrumentos de suplicio. La lima de la miseria muerde cuanto pudiera haber de amable en su juventud y en su vejez; la sierra del dolor físico chirría en sus huesos; el tornillo de la privación, cada día más apretado, le desgarra hasta el nervio de la vida; los ardientes alambres de los nervios le agitan y convulsionan sin cesar; el fino aguijón de la sensualidad espolea su pasión insacia¬blemente. Ningún suplicio le es perdonado, ningún tormento le es remitido. ¿No es insensata tanta crueldad, ciega y rabiosa, tanta dure¬za? Sólo más tarde, mirándole desde lo alto de su vida, se comprende que si el cielo le forjo con golpes tan rudos fue porque quería cincelar en él algo eterno; pegó fuerte para ser digno del fuerte que en él se fraguaba. En la vida de este hombre desmesurado no hay un solo instante placentero, nada en el curso de sus días que se asemeje a la calzada ancha y bien pavimentada por donde discurren los demás poetas de su siglo; siempre acecha tras él el dios sombrío de su desti¬no, complaciéndose en tentar con terrible fuerza al más fuerte. La vida de Dostoiewski es una vida heroica, jamás moderna, jamás bur¬guesa: una vida de Antiguo Testamento. Luchando eternamente con el ángel, cual un nuevo Job, y como Job eternamente alzándose contra su Dios para eternamente plegarse a su voluntad. Ni un instante de segu¬ridad, ni un segundo de tregua: siempre el índice alerta de Dios, que le castiga porque le ama. No hay descanso en esta lucha, ni un minuto de apaciguamiento, para que así su senda ascienda hasta lo infinito. Por momentos, parece que el Destino contiene su cólera, que el poe¬ta puede acogerse a la vía ancha y trillada de la vida que los demás viven; pero la mano imponente se yergue de nuevo y le arroja de nuevo a la espesura, entre espinas de fuego. Ysi alguna vez le exalta, es para precipitarle en seguida en abismos más hondos, para hacerle apurar la copa del arrebato y la desesperación; le levanta sobre las alturas de la esperanza, donde otros, flojos, se hunden en la indolen¬cia, y le lanza a la sima del dolor, donde otros endebles, se estrellan y se consumen. Como a nuevo Job, aguarda al momento en que es más radiante su confianza para derribarle, le arrebata mujer e hijo, envía so¬bre él enfermedades, le carga de desprecios, para que no ceje en su pugna con Dios, y de ella, de su incesante rebeldía y su esperanza ince¬sante, salga su alma más enriquecida. Diríase que esta generación de hombres tibios quiso guardar a Dostoiewski para que se viese qué masa titánica de placer y de tormento cabe todavía en nuestro mundo, y él mismo parece adivinar oscuramente que penden sobre su cabeza los decretos de una ineluctable voluntad. Ni una sola vez se defiende de su destino, ni una sola vez levanta el puño. El cuerpo llegado se re¬vuelve en sacudidas de convulsión; en sus cartas brotan a veces, como si fuesen vómitos de sangre, gritos de angustia; pero el espíritu y la fe ahogan la rebeldía. La conciencia mística de Dostoiewski presiente la santidad de la mano que le azota, el sentido trágicamente fecundo de su destino. Y su dolor se torna en amor de sus dolores, y de la brasa encendida y consciente de su tormento salen las llamas que iluminan su época, su mundo.


Tres veces le levanta la vida en triunfo, y las tres para derrocarle nuevamente con mayor furia. El Destino le brinda en edad temprana las mieles de la gloria: su primer libro le conquista un nombre. Pero pronto la zarpa impía se adueña de él y le precipita en las simas de un anónimo tenebroso: es el presidio, la Catorga, son las estepas de Siberia. Otra vez sale a flote, y fuerte y animoso como nunca: sus Memorias de la Casa de los Muertos agitan a Rusia entera en loco frenesí. El propio zar baña el libro con sus lágrimas; la juventud rusa se inflama de entu¬siasmo por su autor. Dostoiewski funda una revista; su voz resuena por todos los ámbitos del pueblo; nacen las primeras novelas. Es enton¬ces cuando estalla la tormenta en que su vida material se hunde; las deudas y privaciones le arrojan de la patria; la enfermedad muerde en su carne, y el poeta anda errabundo como un nómada por toda Europa, olvidado de su país. Y por tercera vez, tras años indecibles de trabajos y de angustias, emerge de las aguas grises de una miseria sin nombre: su discurso a la memoria de Puschkin le conquista el primer lugar entre los poetas de su nación, y la patria le erige en profeta. Su glo¬ria, ahora, es inextinguible. Mas, precisamente en este instante la mano de hierro inexorable aplasta su vida; el entusiasmo frenético de un pueblo en masa se estrella, impotente contra un ataúd. Ya su destino no le necesita; la voluntad sabiamente cruel que lo trazó ha conseguido lo que anhelaba: la vida de este hombre ha dado el supre¬mo rendimiento de fruto espiritual; ya puede arrojar como un despojo la cáscara de su cuerpo.


Esta sabia crueldad hace de la vida de Dostoiewski una obra de arte; de su biografía, una tragedia. Y con simbolismo maravilloso, su obra artística reviste las formas del destino de su creador. Hay entre una y otro misteriosas identidades, entronques místicos, espejismos maravillosos, imposibles de explicar y esclarecer. Ya el mismo naci¬miento–– del novelista encierra un símbolo: Fedor Mihailovitsch Dostoiewski viene al mundo en un asilo. La vida le señala, así, desde el primer instante, el puesto asignado a su existencia: siempre al mar¬gen, en el desprecio, junto a las heces de la vida, y, sin embargo, en el centro del destino humano, cerca del sufrimiento, el dolor y la muer¬te. Jamás, ni en la última hora de sus días que acabaron en un barrio obrero, en un sórdido interior de un cuarto piso––, había de romper este asedio; los cincuenta y seis años terribles de su vida discurren en un asilo de miseria, pobreza, enfermedades y privaciones.


Su padre, médico militar, como el de Schiller, era de origen no¬ble; su madre tenía sangre aldeana; y así se enlazan en su existencia y la fecundan las dos raíces del pueblo ruso, y una educación severa¬mente religiosa cambia prematuramente en éxtasis su sensualidad. Dostoiewski pasa dos primeros años de su vida en aquel asilo de Mos¬cú, compartiendo con su hermano un estrecho refugio. Los primeros años, que no nos atrevemos a llamar su infancia, pues este concepto ha desaparecido de su vida, no sabemos cómo, sin dejar huella. Jamás habla de su niñez el novelista, y los silencios de Dostoiewski era siempre vergüenza o repugnancia orgullosa de suscitar la compasión ajena. Estos años, que en otros poetas llenan imágenes coloridas y rientes, recuerdos tiernos y dulces nostalgias, son en 'su biografía un vacío gris. Y, sin embargo, creemos descubrir la luz de aquellos años, y a él en ellos, si miramos al fondo de los ojos ardientes de las figuras de niño que en sus libros creó. Su niñez sería de seguro como la de Kolia, precoz, imaginativa hasta la alucinación, subyugada por aquella llama insegura y temblorosa de llegar a ser algo grande, por aquel fanatismo potente y pueril de desprenderse de sí mismo y “padecer por la Humani¬dad”. Como la de la pequeña Netoscha Neswanowa, cáliz colmado de amor en que se mezcla el miedo histérico de traicionarlo. O como aquel trágico Iliotschka, el hijo del capitán alcohólico, lleno de vergüenza ante la miseria de su casa y la angustia de sus privaciones, pero dispuesto siempre a defender a su padre heroicamente delante del mundo.


Al asomarse a la vida, ya adolescente, saliendo de este mundo sombrío, su niñez se ha disipado. Dostoiewski se interna en el varia¬do y peligroso mundo de los libros ––este eterno refugio de todos los descontentos, asilo de todos los desdeñados––. Lee incesantemente, con sus hermanos, día y noche ––ya entonces era el insaciable en quien toda inclinación se exaltaba a extremos de vicio––, y este mundo fan¬tástico de los libros le aleja más todavía de la realidad. Lleno del entusiasmo más apasionado por la Humanidad, es, sin embargo, huraño y retraído hasta traspasar los linderos de lo patológico, brasa y hielo a la vez, fanático de la soledad más peligrosa. Su pasión camina a cie¬gas, anda a tientas, se revuelve a uno y otro lado; recorre, en estos “años subterráneos”, todos los caminos del libertinaje, pero solitario siempre y poniendo su asco en todos los placeres, su sentimiento de culpa en todos los goces, siempre mordiéndose los labios. Por salir de su penuria económica y poder disponer de un par de rublos, abra¬za la carrera de las armas; tampoco en la milicia encuentra un amigo. Siguen un par de años sórdidos de juventud. Como los héroes de todos sus libros, vive, metido en un rincón, una existencia troglodítica, soñando, cavilando, prisionero de todos los vicios misteriosos de la razón y de los sentidos. Su ambición no conoce todavía sus derrote¬ros; el pota está atento a sus propios latidos e incuba sus fuerzas. Y las siente, con terror y con voluptuosidad, fermentar dentro de sí, en lo hondo; las ama y las teme, y no osa moverse para no dañar a esta oscura gestación. Dos años dura, tenebroso y disforme, este estado larval de soledad y de silencio, hasta que el poeta cae presa de la hipocondría de una angustia mística de morir, de un terror que a veces es del mundo y a veces de sí mismo, de un pavor espantoso y elemental ante el caos incubado en su propio pecho. Por las noches, para remediar un poco el desequilibrio de su presupuesto ––pues el dinero se le iba de las manos, dato muy elocuente, por caminos opues¬tos, en francachelas y en limosnas–– se dedica a traducir la Eugenia Grandet de Balzac y el Don Carlos de Shiller. Los vapores confusos de este período, entretanto, se van apelotonando lentamente, hasta definirse en formas propias y al fin este estado nebuloso y como de sueño, este estado de extasís y de angustia da el fruto de su primera obra poética, que es la novela titulada Gente Pobre.


En el año 1844, a los veinticuatro de su vida, escribe Dostoiewski, este estudio humano, que es ya el de un maestro, él, el solitario; y lo escribe “en el fuego de la pasión casi con lagrimas”. Lo engendra su más terrible humillación: la pobreza, y lo apadrina su fuerza más her¬mosa: el amor del sufrimiento, la compasión infinita. Contempla con desconfianza las páginas escritas. Presiente que en ellas se guarda el enigma de su destino, y a duras penas decídese a entregar el manus¬crito al poeta Nekrasov, para que lo examine. Pasan dos días sin la menor respuesta. Solo y caviloso, Dostoiewski, se encierra por la no¬che en su cuarto y trabaja hasta que la lámpara humosa, se extingue. De pronto, por la mañana, sobre las cuatro, alguien tira violentamen¬te de la campanilla, y Nekrasov se abalanza en los brazos de su amigo, que le abre aterrado; lo estrecha coñtra su pecho, le cubre de besos, le ensordece con exclamaciones de alegría. Nekrasov había leído el ma¬nuscrito con un amigo, juntos se pasaron la noche en claro, riendo y llorando con la novela, y, al acabarla, los dos sintieron la invencible necesidad de ir desde allí a abrazar a su autor. Esta campana que le arranca al silencio de la noche y le llama a la fama es el primer segundo en la vida de Dostoiewski. Hasta bien entrada la mañana, los amigos no se separan, comunicándose en cálidas palabras la alegría y el entu¬siasmo. Nekrasov vuela a ver a Bielinski, el crítico todo poderoso: “¡Ya tenemos un nuevo Gogol!”, grita apenas cruza el umbral, sin poder contenerse, tremolando el manuscrito como una bandera. “Para voso¬tros, los Gogol brotan como las setas”, murmura el crítico, desconfia¬do, sin poder comprender tanto entusiasmo. Pero cuando al día si¬guiente le visita Dostoiewski, es otro. “¿Sabe usted mismo la maravilla que ha escrito aquí?”, le dice, conmovido. Y el terror se apodera de Dostoiewski, un dulce terror ante esta nueva fama súbita . Baja las escaleras como un sonámbulo, y al llegar a la esquina tiene que dete¬nerse sobre sus piernas trémulas. Siente por primera vez en su vida, sin atreverse aún a creerlo, que aquellas fuerzas oscuras y peligrosas que empujaban a su corazón son fuerzas potentes, son acaso la “gran¬deza” con que soñó confusamente su infancia, la inmortalidad, el padecer por el mundo. Por su pecho cruzan, vacilantes y confusas, la exaltación y la contrición, la humildad y el orgullo, y no sabe qué voz ha de escuchar. Va como un borracho, tambaleándose por las calles, y en sus lágrimas se mezclaron la dicha y el dolor.


Así es de melodramática la revelación de Dostoiewski como poeta. La forma de su vida empieza ya a ser misterioso trasunto de la de su obra. En una y otra tienen los rudos episodios algo del romanticismo banal de una novela de folletín; los golpes del Destino, algo de primi¬tivo y de pueril, y sólo la grandeza y la verdad interiores les infunden el soplo de lo sublime. En la vida de Dostoiewski, lo que empieza siendo melodrama acaba siempre en terrible tragedia. Una tensión extrema lo domina todo; las decisiones se concentran en pocos se¬gundos, sin transición, y diez o veinte de estos segundos de éxtasis o de hecatombe fijan la suerte de toda su existencia. Ataques epilépti¬cos de vida podríamos llamarlos: un segundo de arrobamiento, y la vida se hunde, impotente. Detrás de cada éxtasis acecha el ocaso gris del sentimiento adormecido, y en los largos días de nublado que si¬guen se van incubando traidoramente el nuevo rayo homicida. Cada ascensión se paga con una caída; cada segundo de gracia, con largas horas sombrías de agobio y desesperación. La fama, este círculo de luz y de fuego con que Bielinski, le ciñe la frente en un instante, es ya el primer eslabón de los grilletes que van a encadenarle por toda la vida a la anilla inhumana del trabajo. Noches blancas, en su primer libro, es también el último que le será dado crear como hombre libre, sin otro móvil, que el goce puro que la creación. Aquí acaba el crear: en adelante será comprar, devolver, pagar, pues no comenzará una sola obra sobre la que no pese ya la sombra de un anticipo desde las primeras líneas que escriba en ella; sus criaturas nacerán ya desde el ceno paterno marcadas con el hierro de la esclavitud mercantil. El poeta queda amarrado para siempre al baño de la literatura; y toda la vida cla¬mará con gritos angustiosos por su libertad hasta que la muerte venga a ser su liberadora. Mas el novicio no presiente aún, en la embriaguez de los primeros goces, los tormentos que le esperan. Dar remate rápida¬mente a un par de novelas cortas, y ya proyecta un nuevo libro.


Sin embargo, el Destino levanta su dedo monitorio. Su demonio familiar, vigilante, alerta, no quiere que la vida le sea demasiado fá¬cil. Y para que pueda penetrar en sus senos más hondos, Dios, que le ama, le envía su prueba.


Vuelve a sonar la campanilla en la noche. Dostoiewski abre, otra vez sorprendido; pero esta vez no es la llamada de la vida, la amistad gozosa, el mensaje de la fama: es la voz de la Muerte. Cosacos y oficiales irrumpen en su cuarto; su ocupante, que no a salido del asombro, es tomado preso; sus papeles, secuestrados. Cuatro meses languidece en una celda de la fortaleza de Pedro y Pablo, sin sospechar siquiera el crimen de que se le acusa: todo su delito es haber intervenido en las discusiones de unos cuantos jóvenes exaltados, a que el énfasis dio el nombre de “conspira¬ción de Petrachevsky”. Su prisión obedece, indudablemente a un error. Mas sobre el preso, esperanzado con su inminente liberación, cae de pronto, como un rayo, la sentencia que le condena a la pena última: a morir bajo la pólvora y el plomo.


Y otra vez su destino se condensa en un segundo, en el más apreta¬do y más rico de su existencia, un segundo infinito en que la muerte y la vida se dan los labios en ardiente beso. Bajo el gris del alba le sacan de la selda con nueve condenados en la misma pena; ya le han vestido con la mortaja de la muerte, ya le han atado a la estaca y vendado los ojos. Ya han escuchado la lectura de la sentencia, y oye cómo redoblan los tambores...; todo su destino se apelotona y se estruja en un puña¬do de esperanza; su desesperación infinita y su infinita ansia de vivir se condensan en una sola molécula de tiempo. Y de pronto, el oficial levanta la mano, agita y un pañuelo blanco, y lee el indulto, que con¬muta la pena de muerte por presidio siberiano.


De su prematura fama juvenil se precipita ahora a una sima sin nombre. Durante cuatro años, todo su horizonte estará cercado por mil quinientos postes de madera, y en ellos cuenta el preso, día tras día, con muecas y con lágrimas, los trescientos sesenta y cinco días del año, hasta cuatro años. Tiene por compañeros de vida a criminales, ladro¬nes y asesinos; por trabajo diario, partir alabastro, transportar tejas, palear nieve. La Biblia es el único libro que se le tolera, y sus solos amigos, un perro sarnoso y un águila aliquebrada. Cuatro años le tienen sepultado en la “Casa de los Muertos”, en este infierno, una sombra entre sombras, anónimo y olvidado. Y cuando le quitan los grilletes de los pies llagados y deja a sus espaldas los postes de la prisión, sus muros oscuros y podridos, es ya otro: su salud está arruinada; su existencia, aniquilada; su fama, hundida. Sólo su goce de vivir permanece intacto e intangible, y de la cera derretida de su cuerpo caduco se alza, más inflamada y brillante que nunca, la llama ardiente del éxtasis. Dos años más ha de seguir en Siberia sin goce completo de su libertad, sin poder publicar una línea. Y allí en el destierro, en las horas más amargas de soledad y desesperación, es donde contrae aquel matrimonio misterioso con su primera mujer, una mujer rara y enferma que le retribuye de mala gana su compasivo amor. Alguna tragedia oscura de sacrificio se recata para siempre a la curiosidad y al respeto de los hombres en esta deci¬sión, y sólo por algunas alusiones que al novelista se le escapan en sus Humillados y Ofendidos podemos entrever el heroísmo de aquel extravagante sacrificio.


Cuando regresa a San Petersburgo, todo el mundo le ha olvidado. Sus protectores literarios le han abandonado, sus amigos han deser¬tado de él. No importa. El poeta lucha, animoso y lleno de fuerzas, contra la ola del infortunio, hasta salir de nuevo a la luz. Sus Memo¬rias de la casa de los Muertos, pintura imperecedera del presidio, arrancan a Rusia del letargo de la indiferencia contemplativa. La nación entera ve con espanto que debajo de la superficie serena del mundo aparen¬te, tocando con su aliento, hay otro mundo que es un purgatorio de suplicios. Y la llamarada de la acusación sube hasta el Kremlin; el zar solloza sobre el libro, y miles de labios pronuncian el nombre de Dostoiewski. Un año le basta para rehacer su fama, mas alta ahora y más fuerte que nunca. El resucitado funda, en unión con su hermano, una revista que casi llena él solo, y bajo el poeta se revela el predica¬dor, el profeta, el praeceptor Rusiae. Resuena ruidoso, el eco de su voz; la revista corre por todas las manos; sale a la luz una nueva novela; la gloria le tienta, pérfida, con miradas sostenidas y brillantes. Parece asegurado para siempre el destino del novelista.


Pero la sombría voluntad que gobierna su vida no quiere que aún sea llegada la hora de la dicha suprema. Falta todavía a su existencia un suplicio terreno: el del destierro y la angustia devorante y cruel de las necesidades de cada día. En Siberia y en la Catorga vivía aún la patria, aunque deformada, caricaturizada con los rasgos más espan¬tosos. Había llegado la hora de que el poeta conociese la nostalgia ancestral del nómada lejos de su cabaña, el amor avasallante y ele¬mental al pueblo donde se nace. Todavía ha de descender, y más bajo que nunca, a la sima del anónimo, a la tiniebla, antes de que pueda ser el poeta y el heraldo de su país. Su vida se convulsiona bajo un nuevo rayo y conoce un nuevo segundo de aniquilación. La revista es suprimida por la autoridad. Otro error, y tan homicida como el pri¬mero. Desde este momento, de tormenta en tormenta, el terror va invadiendo la vida de Dostoiewski. Muere su mujer, y poco después muere su hermano, que no era sólo un hermano, sino su mejor ami¬go y colaborador. Sobre sus hombros vienen a cargar con peso de plomo las deudas de dos familias, y su espinazo se dobla bajo el agobio. Todavía se defiende desesperadamente; trabaja con furia febril los días y las noches; escribe, redacta y él mismo compone e imprime lo escrito, sólo para ahorrar, para salvar su honor, su existencia. Pero el Destino es más fuerte que él. Y una noche, el poeta pasa la frontera como un criminal, huido de sus acreedores.


Así comienza aquel peregrinar sin fin de largos años a través del des¬tierro de Europa, aquella espantosa mutilación de Rusia, torrente de la sangre de su vida, más angustiosa y dura para el alma de este hombre que los postes de la Catorga. Es terrible pensar cómo el más grande de los poetas rusos, el genio de su generación, el mensajero de un mundo de lo infinito, andaría errante durante estos años, sin hogar, lleno de miseria, de país en país. A duras penas encuentra techo en algún cuartucho mezquino, oprimente, donde sólo se respira el vaho de la pobreza; el demonio epiléptico se clava en sus nervios; las deudas, los pagarés, los compromisos, le azotan sin tregua de uno en otro traba¬jador; la timidez y la vergüenza le acosan de una en otra ciudad. Y si un relámpago de dicha brilla acaso en su vida, el Destino le envuelve enseguida en nubes más sombrías y más espesas. Hace su segunda mujer a la muchacha que le sirve de secretaria, y el primer hijo que tiene de ella se lo arrebatan, a los pocos días de nacer, la miseria y la inanición del destierro. Si Siberia fue el purgatorio, la antesala de sus tormentos, Francia, Alemania, Italia, fueron, de seguro, el infierno. Ape¬nas se atreve uno a representarse esta existencia trágica. Siempre que paseo por las calles de Dresde y paso por delante de alguna casucha sucia y mísera, pienso que acaso vivió él allí, en uno de aquellos cuartos abuhardillados y estrechos, mezclado con vendedores ambulantes y jor¬naleros, solo, infinitamente solo entre este mundo activo ajeno al suyo. Nadie, durante estos años, le conoció. A una hora de allí, en Naumburgo, está Federico Nietzsche, el único capaz de comprender¬le; Ricardo Wagner, Hebbel, Flaubert, Godofredo Keller, que son sus contemporáneos, no tienen noción de su existencia, ni él de las suyas. Hay que imaginárselo, hirsuto como una bestia acosada, saliendo a la calle de la madriguera en que trabaja, con su traje mísero, recorrien¬do siempre el mismo camino, en Dresde, en Ginebra, en París: a leer los periódicos rusos en algún café o en algún club. Todo lo que ansía es ver el reflejo de Rusia, de la patria; le basta con contemplar las letras de su alfabeto, con sentir el aliento fugaz de su palabra. Alguna vez, entra a sentarse en un Museo, pero no por amor del Arte ––en Dostoiewski nada vence al bárbaro bizantino, al iconoclasta––, sino para calentarse. Nada sabe de los hombres que le rodean; sólo que los odia porque no son rusos: en Alemania odia a los alemanes; en Francia, a los franceses. Su corazón vive alerta al palpitar de Rusia: es su cuerpo el que vegeta indiferente en este mundo hostil. Ninguno de los poetas alemanes, franceses e italianos nos dice haberle encontrado, hablado con él. Sólo le conocen en el banco, donde se presenta, un día y otro día, este hombre pálido, se acerca a la ventanilla, y con voz balbuciente de emoción pregunta si ha llegado ya de Rusia el giro que espera, aquellos cien rublos que suplicó cien veces, hincado de rodillas, con palabras de humillación, de gentes viles e indiferentes. Y los empleados acaban por reírse del pobre diablo y su eterna espera. También en la casa de empeños le conocen, pues también allí es hués¬ped habitual; todo lo ha empeñado, una vez, hasta su última prenda de vestir, para mandar un telegrama a San Petersburgo, uno de aque¬llos gritos de angustia, escalofriantes, que llenan sus cartas y se nos clavan en la médula. Se le encoge a uno el corazón leyendo las cartas de este coloso, humillantes y serviles como gemidos de perro ham¬briento, en que para suplicar diez rublos invoca cinco veces el nom¬bre del Salvador; estas cartas espantosas que jadean, lloran y aúllan por un mísero puñado de dinero. El poeta se pasa las noches en claro, trabajando y escribiendo; y mientras en el cuarto de al lado gime su mujer con los dolores del parto; mientras el ataque epiléptico extien¬de la zarpa para estrujarle; mientras la casera amenaza con la policía para cobrar los alquileres y la portera gruñe porque no le pagan, escribe Crimen y castigo, El idiota, Los endemoniados, El jugador, estas obras monumentales del siglo XIX, formas universales que han mo¬delado el inundo de nuestra alma. El trabajo es su suplicio y es su salvación. Por él vive en Rusia, en su patria. El descanso, en Europa, en la Catorga, es para él la muerte. Para librarse de ella, se hunde en sus obras, con frenesí cada día mayor. Sus creaciones son el elixir que le embriaga, el acorde que hace vibrar en sus nervios atormentados el supremo goce. Y entretanto, como antaño en los postes del presi¬dio, va contando ansiosamente los días que pasan. En sus labios, en su miseria, sólo hay un clamor eterno: ¡repatriarse, aunque sea para volver a su Rusia como un mendigo, pero repatriarse! ¡Rusia, Rusia, Rusia! Mas aun es pronto, aun tiene que seguir hundido en el anoni¬mato algún tiempo para que su obra triunfe, mártir resignado y soli¬tario sin queja ni grito. Aun tiene que seguir algún tiempo, ignorado, en la crisálida de la vida, antes de poder ascender a la gloria inmarce¬sible de la eterna fama. Su cuerpo está minado por las privaciones; los golpes de maza de la enfermedad son cada vez más aplastantes sobre su cerebro; días enteros yace sumido en la inconsciencia, en la noche de los sentidos, para arrastrarse hasta la mesa de trabajo, tam¬baleante, en cuanto siente renacer las primeras fuerzas. Dostoiewski tiene cincuenta años, pero ha vivido siglos de tormento.


Por fin, en el instante supremo y más angustioso, la voz de su destino grita: “¡Basta!” Dios vuelve su faz a Job: a los cincuenta y dos años, Dostoiewski puede retomar a Rusia. Sus libros le han abierto el camino. Turgueniev, Tolstoi, quedan rezagados. Su pueblo sólo tiene ojos para él. El Diario de un escritor le eleva a heraldo de este pueblo. Y reuniendo sus últimas fuerzas y su supremo arte, el poeta acaba su testamento al porvenir de la nación rusa, que son Los hermanos Karamazov. El Destino le devela ahora para siempre el destino de la vida, y ofrenda al que tanto sufrió, y supo ser fuerte en el sufrimiento, un segundo de dicha infinita. Dostoiewski comprende que la simien¬te de sus días de pasión empieza a dar cosecha interminable: El triunfo se aprieta en un instante fugaz, como antes el suplicio, y su Dios le envía un rayo. Mas esta vez no es el rayo que derriba; es la chispa que arrebata a los profetas, sobre un corcel de fuego, a la eternidad. Los grandes poetas de Rusia se congregan para celebrar el centenario de Puschkin. Turgueniev, el occidental, el que toda una vida le usurpó la fama, habla el primero, entre el aplauso tibio de sus amigos. Al día siguiente, habla Dostoiewski; se apodera de la palabra con demoníaca embriaguez y la esgrime como un rayo. En su voz, insinuante y cálida, estallan de pronto, como una tormenta, palabras de éxtasis y de arre¬bato, para anunciar la misión sagrada de la reconciliación de todos con todos en la Gran Rusia. Cuantos le escuchan, caen de hinojos, como segados. La sala retiembla con explosiones de entusiasmo; las mujeres le besan las manos; un estudiante se desploma a los pies del poeta, desvanecido. Los demás oradores renuncian a hablar. La exalta¬ción raya en lo infinito, y sobre la frente coronada de espinas refulge el fuego de la gloria.


Era lo que faltaba a su destino: encerrar en un minuto en ascuas la culminación de la carrera de este hombre, con resplandor que re¬velase al mundo entero la llamarada de su triunfo. Ya estaba salvado el fruto puro, ¿para qué conservar la áspera corteza de su cuerpo? Dostoiewski muere el 10 de febrero de 1881. Una sacudida de escalofrío atraviesa Rusia de punta a punta. Es un instante de duelo indecible. Mas luego el dolor contenido estalla; de las ciudades más lejanas se ponen en camino, al mismo tiempo, sin que nadie las organice, diputaciones que vienen a rendir al muerto los últimos honores. De todos los rincones de la ciudad inmensa se desborda ahora ––¡demasiado tarde! ¡demasiado tarde!–– el entusiasmo frenético de la multitud; todos quieren ver muer¬to a quien olvidaron en vida. La calle que guarda su cuerpo está negra de la muchedumbre que se atropella, y una masa sombría de gente que guar¬da un silencio entremetido pugna en las escaleras de la casa obrera en que murió el poeta e invade las estrechas habitaciones, hasta tocar el ataúd. En un par de horas, desaparecen las flores que cubrían su cuer¬po, arrebatadas como preciosas reliquias. Y tan irrespirable se hace el aire de la angosta cámara mortuoria, que los cirios se apagan por falta de oxígeno. Cada vez es mayor la muchedumbre que afluye y refluye, como el oleaje, a los pies del muerto. El ataúd vacila, y la viuda, los niños aterrados, tienen que sujetarlo para que no caiga. Corren rumores de que los estudiantes van a llevar los grilletes del presi¬diario detrás de la caja, y la policía quiere prohibir la manifestación pú¬blica del entierro. Mas no se atreve a hacerlo, comprendiendo que sólo la fuerza de las armas sería capaz de contener el entusiasmo de la multi¬tud. Y en su cortejo fúnebre se cumple, inesperadamente, y por un instante, el sueño sagrado de Dostoiewski: la unión de Rusia. Detrás de aquel ataúd, los cientos de miles son uno en su dolor, como en su obra se hermanan por el sentimiento todas las clases y todas las categorías del pueblo ruso; príncipes mozos, popes cubiertos de pompa, trabajadores, estudiantes, oficiales, lacayos y mendigos, bajo un bosque tremolante de estandartes y banderas: todos claman con un solo clamor por el muer¬to atesorado. La iglesia en que se celebran su exequias es un jardín florido, y delante de su tumba abierta todos los partidos se unen en un juramento unánime de amor y admiración. Así, con su último lati¬do, el poeta extiende sobre su pueblo un instante de reconciliación y contiene por última vez, por fuerza demoníaca, las disensiones rabiosas de su época. Detrás del cortejo, como una grandiosa salva por el muerto, estalla la mina espantosa: la revolución. Tres semanas más tarde, el zar cae asesinado; suena el trueno de la revuelta, y los rayos de la represión arrastran el país: Dostoiewski muere, como Beethoven, bajo la tempes¬tad, en el tumulto sagrado de los elementos.